domingo, 28 de octubre de 2018

Graciela Bucci


Frascos  
Graciela Bucci

(...) Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado? Ella le respondió: nadie, Señor. Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús.”Juan 8. 10-11
Yo no sabía que iba a pasar lo que pasó. Pedro tampoco. Por eso  se borró. Tuve que hacerle frente a todo casi sola. Decidir o dejar que otros decidieran por mí, por mi cuerpo, que ya no era solo mío. Y digo casi, porque a pesar de la angustia, y de la bronca que trataba de esconder pero que le salía como una nube espesa desde los ojos negros, igual mamá  me acompañó.
Mamá tenía razón. Hoy lo comprendo. ¿A dónde iba a ir  yo sin trabajo, con quince años recién cumplidos, y un chico en la panza?
Ella fue la primera que se animó a decírmelo: que no quedaba otra solución, que iba a perder mi tercer año en la escuela, que si papá se enteraba, que ni siquiera padre tendría el chico, que ella conocía a una partera porque ya era tarde para pastillas, que. Ya casi ni me acuerdo. Pero se me quedaron grabadas, como a fuego esas palabras casi roncas, salidas como  sin querer: ahora habrá que meter mano, m´hija,  y después la caricia dura, y mi cabeza apoyada en el  vientre siempre abultado de mamá.
Resultó que la partera era doña Elsa, la vecina de la otra cuadra.
Yo no sabía a qué se dedicaba, solo conocía de vista a esa viejita corta, de caderas anchas y brazos como de  alambre; conocerla me dio un poco más de confianza. Igual quise ir a hablar, preguntarle cómo iba a ser todo, decirle del miedo, saber algo que me daba vueltas en la cabeza desde hacía días; y ella me contestó que al bebé lo iban a buscar los estudiantes de la facultad, los que van a ser médicos, que lo pondrían en un frasco donde iba a flotar dentro de un líquido, como en mi panza, solo que más frío.
 Me lo imaginé metido en una casita de cristal. Me pareció una idea rara, una idea que me hacía arder los ojos, que me quitaba fuerza. Yo necesitaba estar fuerte para aguantar lo que vendría. Por eso me obligué a no pensar en la mentira de la casa de cristal.
Nunca supe por qué de ahí me fui a la parroquia; y esperé a que el cura terminara la misa. Yo, que pocas veces había ido a la iglesia, sentí que él me podía ayudar. Me equivoqué.
 Me habló del pecado, me dijo  infanticidio  que yo ni sabía qué quería decir, y excomunión, que tampoco sabía, pero me imaginaba que no era nada bueno. Entonces, casi tartamudeando, como pude,  le expliqué lo de la pobreza, y los siete hermanos en la casilla, y el esfuerzo de mamá para darnos un estudio, y lo de papá que solo venía de vez en cuando, a buscar plata; y también me animé a contarle –con la cara ardiendo- cuando quería trepársele a mamá por las buenas o las malas gritándole inmundicias regadas en alcohol, y lo de la falta de trabajo, y que  Pedro se fue ni bien se enteró, pero nada de eso le importaba al cura; seguía agitándome la mano, como si no me oyera,  con un dedo que marcaba una especie de  compás y no había manera de  que me perdonara, y me dijo después de la palabra ignorante que casi se la traga pero alcanzó a largar, algo que entonces me sonó muy largo: habló del hospital, de una ley de salud, del control de la natalidad; no sé bien qué más me habrá dicho.
Yo lo escuchaba casi sin mirarlo (me daba vergüenza y un poco de miedo chocarme los ojos con los suyos), y quise decirle, pero el nudo en la garganta no me dejó, que fue un accidente, después de un baile en el club social donde corría mucha cerveza, y que estábamos todos un poco locos por la bebida y que  Pedro tampoco quiso, (por eso escapó). Pero él seguía con el dedo como un sube y baja, y la cara seria, acusándome, y esa boca de labios finos, que de a ratos me largaba borbotones de culpas.
Y si él, que era cura, para eso había estudiado, y que  sabía hablar y pensar bien, y que  estaba del lado de Dios,  reaccionaba así, me imaginé la paliza que me daría mi padre si se enteraba; no solo a mí,   también a mamá, por no cuidarme la entrepierna, como decía siempre él.
Por eso, todo fue un secreto de dos: mi mamá y yo;  Pedro, hacía rato que no  contaba en la historia.
La verdad, doña Elsa fue más rápida de lo que suponía. Me decía que me quedara tranquila, que eran muchos años de experiencia, que no había tenido problemas con ninguna mujer, que  trabajando bien no había por qué tener miedo, que iba a pasar rápido el dolor.
Pero no me habló del otro dolor. De ese que lastimaba el pecho, el que venía de adentro, como empujando, como un puño que se queda en la  garganta y que, a veces, todavía me pasa, explota hasta que lloro. No puedo evitarlo; ese dolor no se va, al contrario, se hace más rebelde cuando pasan los años, cuando veo jugar a los chicos, cuando les canto a mis sobrinos, cuando pienso si a él, o a  ella, no sé,  le hubiera gustado escucharme.
Por eso, por el dolor, por el olvido que fue mentira, sin decirle nada a nadie, ni siquiera a mi madre, tomé la decisión.
Ella a veces me encontraba llorando, disimulaba, como si no me hubiera visto; pero yo sabía que sí. Por la forma de acariciarme el pelo, por  el pobrecita m’hija que se le escapaba en un suspiro corto, por la mano ajada que buscaba el pañuelo en el bolsillo de su delantal eterno, casi tan gastado como ella.
No le  pude contar lo que había pensado y machacado en el silencio de las noches, quietita, callada, para no molestar a  Nati que dormía en los pies de mi cama. Tampoco le dije –no me hubiera entendido, ella no entendía muchas cosas- qué castigo haber nacido mujer;  tantos miedos, tanto recibir golpes con la garganta apretada y la sangre hirviendo, tanto vientre preñado, a veces sin quererlo.
Ni le dije lo de los sueños; sueños con cuerpo de mujer y cara de bebé, sueños con verdugos, sueños de muerte, sueños que me dejaban sin ganas de dormir y con un miedo ácido pegado en la piel.
Es la culpa, después, con el tiempo, va pasando, me dijo mi amiga Inés que de eso sabía. Pero no le creí; ella había perdido la risa y el brillo en los ojos.
Hasta que un día  me animé.
Tomé el colectivo azul y rojo. Yo apenas sabía viajar,   le pregunté a un kiosquero dónde era la calle Paraguay; se dio  cuenta de que yo ni idea tenía porque me explicó todo con paciencia, con números y señas, y hasta  salió un poco del puesto para mostrarme la parada. Buen hombre parecía el kiosquero. Siempre me acuerdo de él.
Llegué bien.
Me quedé un momento como indecisa cuando me encontré con esa mole de piedra desteñida, con tantos escalones y tantos ojos subiendo y bajando que parecían clavarse justo encima de mí. Pero tomé coraje,  traté de no pensar, y, casi corriendo, me encontré arriba. Una vez adentro me  armé de valor y me acerqué a un muchacho con guardapolvo blanco, que me di cuenta de que era un estudiante, por lo joven, y como sin respirar me salieron agolpadas las preguntas, y varias veces le dije lo de los frascos, lo de los fetos que me había contado la partera, lo del líquido frío parecido al agua. Se sonrió como de costado, como con una lástima escondida detrás de la sonrisa, pero entenderme me entendió, porque él mismo me acompañó al primer piso y me dijo: es ahí, pedí permiso y entrá.
Y se fue.
 Me quedé sola, temblando, en un pasillo largo y húmedo que parecía un tubo, y miré el cartel enorme tan blanco, con letras  tan negras y marcadas que se me borroneaban por los nervios: “Anatomía”, decía.
Entré.
No tuve que pedir permiso.
Por suerte no había nadie.
Enseguida los vi. Estaban justo frente a mí. En fila, arriba de un mueble. Ordenados. Muchos frascos de vidrio, limpísimos, con tapa, con etiquetas blancas y parejas, escritas con letras azules y parejas, como a máquina, con el líquido dentro parecido al agua, todos flotando, enroscaditos y parejos, como caracoles.
Todos iguales. O casi.
Ni siquiera elegí.
Me subí a un banco, saqué la flor de la cartera, la puse al lado del primer frasco, y me fui sin que me vieran.
No pensé, en ese momento, qué dirían cuando encontraran aquella flor marchita al lado de un frasco.
De nadie.
Sin dueño.

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