Holograma
Roberto Paniagua
-Siempre recuerdo las manos suaves de mamá -dice Mariquita, mientras prepara el té.- Vos Inés, ¿te acordás?
Mariquita ve a Inés moviendo la cabeza, suavemente, como empujada por el viento que se filtra por el marco de la ventana.
-Me peinaba solamente por la tarde; menos que a vos.
Y alargando las palabras, agregó:
-¡Yo siempre fui más obediente! ¿Verdad?
Mariquita sonríe al ver que Inés acepta su punto de vista sin decir palabra.
La tarde tiñe la habitación de un amarillo que rápidamente se convierte en ocre y después se duerme en sepia.
El humo de la tetera, libre, arma y desarma imágenes que el tiempo no desea medir.
Solamente una cuchara carga el azúcar que se espuma en el té.
-Yo la cuidé tanto ¡Pobrecita! Claro... ¡mientras vos viajabas con ese militar tan apuesto! ¿Cómo se llamaba? ¿Rodolfo? Te odio por eso: ¡porque viviste todo lo que yo no pude conocer!
Los muebles se van poniendo oscuros, devorados por la noche.
Mariquita, envalentonada por el silencio de Inés se inclina sobre la mesa y, entre dientes, dice:
-¡Tu piel es sólo el producto de las cremas que te has puesto! En cambio yo, con la ropa, los pisos, el cuidado de nuestra madre ¿qué piel voy a tener? Si fui una esclava toda mi vida ¡vos lo sabes bien!
El vidrio de la foto refleja un brillo que ya es de luna. Y los ojos de la niña, en una mirada fugaz, muestran una chispa de vida.
El ruido de un pocillo que se parte en el piso corta la conversación.
Encontraron veneno en la jarra de té. Los vecinos dijeron que la anciana vivía sola desde la muerte de su madre.
Un pariente lejano, después de reconocer el cadáver, comentó que ella siempre tuvo dos obsesiones: una hermana imaginaria y su propia imagen enmarcada, aquella, donde nunca envejeció.
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