domingo, 19 de noviembre de 2017

Haide Daiban


La  comida  del  Rey 
Haide Daiban

En  el  palacio rodeado  de  jardines  a  la  francesa,  el rey  observa  desde  las ventanas de  su habitación privada  la  maravilla de las fuentes  inagotables  en sus  movimientos  de  morir y  renacer. Más  allá están los  tiestos  con flores a  lo largo  del  camino central  enmarcado por  arbustos  podados  que  forman  hileras.
El  pavo  real  abre y cierra su cola llamando la  atención  de  la  hembra, coloreando el césped, en  arcoiris.
El  rey  acomoda  su  peluca  varias veces, quizá para  calmar  la  picazón de  algún piojillo travieso, esperando mientras  tanto  la  hora de  su  pantagruélico  almuerzo.
Los escarpines con hebillas  descansan a  un lado  del  lecho  real y el manto con armiños está  estirado  pomposamente sobre  su sillón favorito.
En unos  momentos más la  turba (una  parte  seleccionada  del populacho),entrará  para colocarse  tras  las  barandillas de  madera  dorada  que  separa  su  lecho de la estrecha antecámara y del lugar reservado para  algunos  “destacados personajes”. En ese  espacio pares de ojos  ávidos tendrán  el  honor de observar a  su Majestad  mientras  deglute sus manjares .
Todos tratarán de  hacer las  reverencias adecuadas y hasta  excesivas, por si  su Majestad   decide tirar al voleo algún  resto, dirigido a algún privilegiado. Mientras continúa recostado, se diría muy cómodo, bajo  su  baldaquino  ungido por corona y  plumas entre dorados  a  la  hoja
En la gran  cocina del  subsuelo, los  cobres  fulguran  colgados  sobre  las  paredes  y  el  fuego avivado  por  fuelles de  cuero, se  eleva, cobra  fuerza.
Las fuentes  esperan impacientes, esos  manjares que adornados con frutos  y  flores irán  por  escaleras  de mármoles  a  saciar  el  apetito  real.
Su  Majestad, en general, ignora  presencias, como ignora un  gran señor a  los mendigos que  pasan  por  las  vidrieras  de las  grandes tabernas.
Come su Majestad, traga , bebe, se chorrea, no  mira, lo miran. Casi  no  respira,  eructa.
Su lacayo le acomoda una  gran  servilleta  bordada  con  las  iniciales  reales.  Alguien  toca  el  laúd  en  una  sala  contigua.
Las bocas salivan, tragan aire,  abren los  ojos (por  exaltación  y  por curiosidad), retienen  las  manos . Ante  ellos  desfilan  los  sirvientes  con fuentes  cargadas de pavos, faisán al  vino ,corderos de Medio Oriente  a  la  menta, sopa en cazuelas de  plata, un gran pescado los mira, relleno de champignón  y  trufas, las  fuentes  de  plata  con  asas  de  asta de ciervos de  los  cotos  de  caza, brillan…
Su Majestad  eructa con  realeza  y  la  turba  aplaude  a  su  actor. Y él, como  un  niño asombrado  sonríe bajo la  peluca  enrulada.
Su Majestad bebe copiosamente su vino de  uvas  de  Languedoc.
Las salivas se escurren entre los  labios  y  se  codean  unos a otros, espectadores  transportados  a  las  fiestas báquicas  y se restriegan  las  manos vacías. Sufren pensando  en  el  final del  espectáculo, ya  próximo.
Las  mujeres muestran  con descaro  sus  senos , que  tratan  de  escapar  de  sus  amplios escotes  es  lucirse  ante  los ojos  reales como  una ofrenda, aunque  aquellos  nada  ven.
Enormes angarillas  con postres  y fuentes doradas rebosantes  de delicias aparecen por las  puertas. La  reina  está  ausente
Pasan  los  bavarois  con  salsas  y  adornos de  marron  glacé, los frutos  caramelizados los  gateaux, en especial  los de  chocolate exquisito y  raro manjar  de  las  Américas pasteles rellenos, ¡Ah!, exclaman  a  coro.
Los  almíbares  se  escurren  por  la  boca  real  y  los  labios  entreabiertos  muestran  el manjar  desgarrado, rojo de  fresas  que  desaparecen  unas tras otras
Ruedan sobre las  alfombras  de  Aubusson  frutos  varios: almendras,  castañas  y  nadie osa  inclinarse sólo ojos ávidos  bailotean  a  compás.
Se  escucha  el  tintineo  de  carrillones  apagados, es la  hora,  luego  de  los  licores servidos  en botellones  de  cristal  y  plata  el rey descansará.
Como  un  gran  telón se corre  el damasco rojo que  cuelga  del  baldaquino  y  decenas de  pies  mal calzados, cansados  se  alejan del escenario con suaves  reverencias en tanto desde las  ventanas el sol va  dejando un  rastro  dorado  sobre  las  paredes  asedadas e ilumina  las  hebillas del calzado real  que  yace  a  los pies de  la cama.
Todo reposará en instantes  y  la  representación se repetirá  en  siete días.
En  el  interín  dicen  que  ocurrió  un  hecho  anticonvencional , insólito.
El  rey  salió de sus  cabales  al  sentirse  descompuesto . El  médico  real  diagnosticó  una  indigestión o una intoxicación.  Nadie quiere  pensar  en  un  envenenamiento.
Inmediatamente los  soldados  del rey  fueron en  busca  de  los  espectadores  del  día  o los  posibles subversivos, los potenciales criminales o aquellos  que con sus malas artes enfermaron  al  monarca.
Llegan  al  fin  los presos, que  no  sabían de sus  malos  poderes, piden perdón y clemencia  y  juran no haber  deseado  ningún  mal a  su señor.
El  cocinero, desesperado, desliga a su personal del  problema, habla de la fescura de los productos, señala a  la mala suerte  o  a  alguna  peste y  se  encierra  entre fogones a  la espera  de  los  acontecimientos.
Al atardecer de  aquél  día  ,tres  horcas se prepararon en los  bosques de Fontainebleau
Mientras  el  rey  maldecía entre vómitos a las  brujas  y  se  culpa  por  ser  tan  magnánimo al  permitir  las  visitas  al  palacio.
A las siete de  la  tarde , cuando  el  sol  ya desaparecía  del  horizonte ,  entre  rojas  llamaradas  que  emergían detrás  de  las  nubes, se  oyó  el  redoblar  del  tambor…


Aquellas tres sombras  que se  balancearon durante una semana  y  dieron mucho  que  hablar y  temer, no  quitaron, sin  embargo, el  apetito  a  su  gran  Majestad que pasados unos  meses  volvió  a  permitir  la  entrada  a los  consecuentes  cortesanos y a los elegidos  plebeyos  que  se arriesgaron  a  correr un  destino incierto.

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