En blanco y negro
Gabriela Carrera
Había
llovido toda la noche, las primeras luces de la mañana mostraban la bruma y la
humedad de Buenos Aires que hacía tanto tiempo no recordaba. Desde la ventana
sólo se divisaban sombras grises lejanas.
Dejó
comida al gato que rondaba el balcón desde que llegó. Terminó el café, tomó las
llaves y salió a la calle. La brisa húmeda de otoño le alcanzó la cara. Debajo
del paraguas y esquivando charcos miró el reloj, llegaba tarde.
Su
hermano le había pedido que pasara por la galería a buscar unos cuadros, cuatro
mensajes en la recepción fueron suficientes para acudir al llamado. Bastó que
preguntara dónde se hospedaría para bombardear con mensajes. No se daría por
vencido, pensó. Dio vuelta a la esquina y tomó un taxi. Había comenzado a
llover nuevamente. Se maldijo por haber dejado hasta último momento el encargo,
el mal tiempo la puso de mal humor, entre otras cosas.
Siete
años pasaron desde la última vez que había transitado esas calles recordó, nada
ha cambiado. Todo seguía intacto, como las ganas de huir nuevamente. Sólo el
mail de Ernesto, avisando que la salud de Ana había empeorado, hizo que tomara
el primer vuelo para volver.
Con
Ana fueron como hermanas, amigas inseparables desde la primera infancia. Horas
incontables compartidas en el colegio primero, y en la secundaria más tarde.
Los primeros besos de amor, los poemas, las noches de insomnio adolescentes,
luego. Cigarrillos robados a Hugo, su hermano mayor, cómplices, amigas,
hermanas. Sólo Ana sabía de su dolor, sólo ella la acompañó esa noche al
aeropuerto. Se fundieron en un abrazo prometiendo volver a verse. Dos años
pasaron hasta el reencuentro, durante el viaje de bodas de Ana y Ernesto, que
hicieron escala en Barcelona para cumplir la promesa.
Horas
al chat para acortar la distancia, una forma moderna de mantener el lazo.
El
día que murió Ester, su abuela, supo que nada más la amarraba a ésta tierra.
Las disputas con su padre la habían llevado a perder unas cuantas batallas y
dejado algunos amores truncos.
Ayer
después de muchos años volvió al cementerio. Dejó unas azucenas, su flor
favorita, en la tumba de Noni, como solía llamarla. Y se despidió de Ana.
Le
pidió disculpas por adelantado, sabía que no volvería por éstas latitudes y le
prometió que cada martes en “La Rambla de las Flores” camino al trabajo, compraría una rosa en su
nombre.
Doscientos
quince pesos. Dijo el taxista cuando llegaron al Art House Buenos Aires,
ubicada en Palermo. Podría esperarme, le pidió. Se anunció en recepción. Salió
Hugo a su encuentro, la estaba esperando. Se saludaron sin rencores ni
reproches, sin esperar nada uno del otro. Era tarde. Compartían apellido, un
resquicio de afecto, ningún vínculo. No pudo recordar cuándo fue la última vez
que hablaron sin levantar la voz. Ni tampoco que alguno de los dos saliera
herido.. Entraron a un cuarto en penumbras, un
hilo tenue de luz, lo que parecía un depósito. Y allí le entregó el
paquete un tanto pesado y con bastante polvo. La acompañó hasta el auto que la
esperaba. Ayudó a guardar en el baúl el paquete. Le preguntó cuándo era su
vuelo, en un par de horas, le contestó.
Se
despidieron con un beso en la mejilla y antes de partir Hugo le dijo, te volveré
a ver. No, le respondió. Ya no regreso.
Esa
tarde se despidió para siempre de Buenos Aires de sus grises, su aroma a tierra
mojada después de la lluvia, a las siestas en verano, de su humedad sofocante,
del sonido del tráfico en hora pico. Y de los amaneceres del sol asomando por
el Río de la Plata, nada extrañaría.
Ya
instalada en Barcelona abrió el paquete, adentro había un par de cuadros de un
considerable valor, dejados por su abuela
y una nota que decía “éste sólo cotiza en tu corazón, por el amor que se
tienen, celebro vuestra amistad”
Lola
no pudo contener las lágrimas, después de tantas pérdidas, obtenía el mayor de
los tesoros un retrato de Ana y ella, hecho por
Noni en lápiz, ambas descalzas a orillas del río.
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