domingo, 19 de noviembre de 2017

Gabriela Carrera


En blanco y negro 
Gabriela Carrera

Había llovido toda la noche, las primeras luces de la mañana mostraban la bruma y la humedad de Buenos Aires que hacía tanto tiempo no recordaba. Desde la ventana sólo se divisaban sombras grises lejanas.
Dejó comida al gato que rondaba el balcón desde que llegó. Terminó el café, tomó las llaves y salió a la calle. La brisa húmeda de otoño le alcanzó la cara. Debajo del paraguas y esquivando charcos miró el reloj, llegaba tarde.
Su hermano le había pedido que pasara por la galería a buscar unos cuadros, cuatro mensajes en la recepción fueron suficientes para acudir al llamado. Bastó que preguntara dónde se hospedaría para bombardear con mensajes. No se daría por vencido, pensó. Dio vuelta a la esquina y tomó un taxi. Había comenzado a llover nuevamente. Se maldijo por haber dejado hasta último momento el encargo, el mal tiempo la puso de mal humor, entre otras cosas.
Siete años pasaron desde la última vez que había transitado esas calles recordó, nada ha cambiado. Todo seguía intacto, como las ganas de huir nuevamente. Sólo el mail de Ernesto, avisando que la salud de Ana había empeorado, hizo que tomara el primer vuelo para volver.
Con Ana fueron como hermanas, amigas inseparables desde la primera infancia. Horas incontables compartidas en el colegio primero, y en la secundaria más tarde. Los primeros besos de amor, los poemas, las noches de insomnio adolescentes, luego. Cigarrillos robados a Hugo, su hermano mayor, cómplices, amigas, hermanas. Sólo Ana sabía de su dolor, sólo ella la acompañó esa noche al aeropuerto. Se fundieron en un abrazo prometiendo volver a verse. Dos años pasaron hasta el reencuentro, durante el viaje de bodas de Ana y Ernesto, que hicieron escala en Barcelona para cumplir la promesa.
Horas al chat para acortar la distancia, una forma moderna de mantener el lazo.
El día que murió Ester, su abuela, supo que nada más la amarraba a ésta tierra. Las disputas con su padre la habían llevado a perder unas cuantas batallas y dejado algunos amores truncos.
Ayer después de muchos años volvió al cementerio. Dejó unas azucenas, su flor favorita, en la tumba de Noni, como solía llamarla. Y se despidió de Ana.
Le pidió disculpas por adelantado, sabía que no volvería por éstas latitudes y le prometió que cada martes en “La Rambla de las Flores”  camino al trabajo, compraría una rosa en su nombre.
Doscientos quince pesos. Dijo el taxista cuando llegaron al Art House Buenos Aires, ubicada en Palermo. Podría esperarme, le pidió. Se anunció en recepción. Salió Hugo a su encuentro, la estaba esperando. Se saludaron sin rencores ni reproches, sin esperar nada uno del otro. Era tarde. Compartían apellido, un resquicio de afecto, ningún vínculo. No pudo recordar cuándo fue la última vez que hablaron sin levantar la voz. Ni tampoco que alguno de los dos saliera herido.. Entraron a un cuarto en penumbras, un  hilo tenue de luz, lo que parecía un depósito. Y allí le entregó el paquete un tanto pesado y con bastante polvo. La acompañó hasta el auto que la esperaba. Ayudó a guardar en el baúl el paquete. Le preguntó cuándo era su vuelo, en un par de horas, le contestó.
Se despidieron con un beso en la mejilla y antes de partir Hugo le dijo, te volveré a ver. No, le respondió. Ya no regreso.
Esa tarde se despidió para siempre de Buenos Aires de sus grises, su aroma a tierra mojada después de la lluvia, a las siestas en verano, de su humedad sofocante, del sonido del tráfico en hora pico. Y de los amaneceres del sol asomando por el Río de la Plata, nada extrañaría.
Ya instalada en Barcelona abrió el paquete, adentro había un par de cuadros de un considerable valor, dejados por su abuela  y una nota que decía “éste sólo cotiza en tu corazón, por el amor que se tienen, celebro vuestra amistad”


Lola no pudo contener las lágrimas, después de tantas pérdidas, obtenía el mayor de los tesoros un retrato de Ana y ella, hecho por  Noni en lápiz, ambas descalzas a orillas del río.

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