Los tíos
María A. Escobar
Pasado
el tiempo supimos algo de la verdad. Solo algo, porque Malena y yo éramos entonces
demasiado chicos. Yo iba a primer grado y Malena a jardín de cinco. Mamá nos
llevaba y nos traía, ya en casa tomábamos la leche y después mirábamos la tele
que hacía muy poco papá había comprado.
No
sé si éramos felices porque mamá parecía siempre como crispada y no nos prestaba
mucha atención, hacía las cosas como distraída.
Por eso, por la noche, cuando llegaba papá, se lo veía, por el
contrario, hasta casi eufórico.
Hablaban
en la cocina, con la puerta cerrada
Durante la cena también mirábamos el televisor en silencio, solo un
-alcanzame el pan- , o mamá nos decía algo como -arrimate a la mesa o te vas a
manchar-, pero entre ellos
ya
no hablaban, después mamá levantaba los platos y nos mandaba a la cama, y nosotros oíamos que hablaban
casi en un susurro.
El
que más hablaba era papá y ella respondía con monosílabos. El televisor seguía
prendido pero creíamos que no le hacían caso. Después era el silencio, la
canilla que goteaba y el miedo que era una sensación difusa, que no tenía
objeto pero que estaba como una presencia permanente cuando todo quedaba a
oscuras.
Malena
se dormía de inmediato así que no podía hablar con ella. El televisor quedaba mudo
y entonces yo oía todos los ruidos de la noche: la madera de los muebles que
crujían, las ramas del árbol que el viento agitaba,
alguna
ambulancia que pasaba a gran velocidad. Finalmente metía la cabeza entre las frazadas
y me dormía, rezando porque ninguna pesadilla me despertara.
Un
día papá vino con unos tíos. Eso nos
dijo que eran, pero no eran con los que habitualmente pasábamos las fiestas de
fin de año. Eran, nos explicó, porque éstos venían de muy lejos, en avión.
Tenían dos hijos más grandes que nosotros y que tenían la costumbre de hablar
en voz baja, no sé porqué.
Al
fin terminamos hablando de la misma manera, simplemente porque sentíamos que
algo nos acechaba. Mamá estaba más seria que nunca, pero igual nos llevaba a la
escuela. De la comida se ocupaba Delia, así se llamaba ésta nueva tía. Parecía buena y trataba de no molestar,
aunque la casa era chica y era todo un lío, sobre todo cuando había que ocupar
el baño.
De
noche aquello parecía un campamento y nosotros (Malena y yo) teníamos que
compartir la cama con los otros chicos. Papá y los tíos se quedaban despiertos
hasta muy tarde y hablaban pero no se oía lo que decían. Mamá estaba pálida y
callada, sobre todo cuando llegaron los otros tíos, uno de ellos con la camisa
llena de sangre. Lo había atropellado un
auto, nos dijeron, “¿y porqué no lo llevan aun hospital?” pregunté y papá me
dijo “cerrá la boca”. Lo acostaron sobre mi cama y lo vendaron con las sábanas
que estaban en el placar.
Ese
día mamá no nos llevó a la escuela. Nos
bañó y nos cambió. Preparó el bolso
grande que usábamos cuando íbamos a veranear con ropa y algunos juguetes y nos
fuimos a la casa de un tío de verdad, hermano de nuestro padre. Tomamos el tren
a Brandsen.
Nunca
volvimos a ver a nuestro padre, tampoco la casa que quedó destruida, así nos
dijo Mateo, con voz normal. Los secretos
habían terminado y yo deje de tener miedo por las noches.
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