martes, 22 de noviembre de 2016

María A. Escobar

Los tíos 
María A. Escobar

Pasado el tiempo supimos algo de la verdad. Solo algo, porque Malena y yo éramos entonces demasiado chicos. Yo iba a primer grado y Malena a jardín de cinco. Mamá nos llevaba y nos traía, ya en casa tomábamos la leche y después mirábamos la tele que hacía muy poco papá había comprado.
No sé si éramos felices porque mamá parecía siempre como crispada y no nos prestaba mucha atención, hacía las cosas como distraída.  Por eso, por la noche, cuando llegaba papá, se lo veía, por el contrario, hasta casi eufórico.
Hablaban en la cocina, con la puerta cerrada  Durante la cena también mirábamos el televisor en silencio, solo un -alcanzame el pan- , o mamá nos decía algo como -arrimate a la mesa o te vas a manchar-, pero entre ellos
ya no hablaban, después mamá levantaba los platos y nos mandaba  a la cama, y nosotros oíamos que hablaban casi en un susurro.
El que más hablaba era papá y ella respondía con monosílabos. El televisor seguía prendido pero creíamos que no le hacían caso. Después era el silencio, la canilla que goteaba y el miedo que era una sensación difusa, que no tenía objeto pero que estaba como una presencia permanente cuando todo quedaba a oscuras.
Malena se dormía de inmediato así que no podía hablar con ella. El televisor quedaba mudo y entonces yo oía todos los ruidos de la noche: la madera de los muebles que crujían, las ramas del árbol que el viento agitaba,
alguna ambulancia que pasaba a gran velocidad. Finalmente metía la cabeza entre las frazadas y me dormía, rezando porque ninguna pesadilla me despertara.
Un día papá vino con unos tíos.  Eso nos dijo que eran, pero no eran con los que habitualmente pasábamos las fiestas de fin de año. Eran, nos explicó, porque éstos venían de muy lejos, en avión. Tenían dos hijos más grandes que nosotros y que tenían la costumbre de hablar en voz baja, no sé porqué. 
Al fin terminamos hablando de la misma manera, simplemente porque sentíamos que algo nos acechaba. Mamá estaba más seria que nunca, pero igual nos llevaba a la escuela. De la comida se ocupaba Delia, así se llamaba ésta nueva tía.  Parecía buena y trataba de no molestar, aunque la casa era chica y era todo un lío, sobre todo cuando había que ocupar el baño.
De noche aquello parecía un campamento y nosotros (Malena y yo) teníamos que compartir la cama con los otros chicos. Papá y los tíos se quedaban despiertos hasta muy tarde y hablaban pero no se oía lo que decían. Mamá estaba pálida y callada, sobre todo cuando llegaron los otros tíos, uno de ellos con la camisa llena de sangre.  Lo había atropellado un auto, nos dijeron, “¿y porqué no lo llevan aun hospital?” pregunté y papá me dijo “cerrá la boca”. Lo acostaron sobre mi cama y lo vendaron con las sábanas que estaban en el placar.
Ese día mamá  no nos llevó a la escuela. Nos bañó y nos cambió.  Preparó el bolso grande que usábamos cuando íbamos a veranear con ropa y algunos juguetes y nos fuimos a la casa de un tío de verdad, hermano de nuestro padre. Tomamos el tren a Brandsen.


Nunca volvimos a ver a nuestro padre, tampoco la casa que quedó destruida, así nos dijo Mateo, con voz normal.  Los secretos habían terminado y yo deje de tener miedo por las noches.

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