martes, 22 de noviembre de 2016

Ernesto Ramírez

De Inés 
Ernesto Ramírez

Poco o nada ha logrado olvidar de Inés. Acaso sus arrebatos de tedio y las fidedignas infidelidades. Ambas facetas al principio redimibles por el fermento de sus virtudes. Olvidado esto, mejor dicho, soslayado como al inicio -ahora por comprender que en verdad pesaba menos- inalterable al paso del tiempo Inés sigue incrustada en cada recodo - demasiados - de su piel y en el interregno de su memoria. Mientras piensa, mientras la recuerda y la huele y la escucha, el hombre juega, haciendo incisiones con su viejo escalpelo en la manzana que está comiendo y que peló minuciosamente, cómo a diario, con el instrumento.
Mucho alcohol y soledad transcurrieron desde entonces y de Inés no ha perdido ni el sabor ni la voz azulada. Sí, Inés tenía la voz azul. Sus palabras sonaban a mar, olían a mar, le inundaban los oídos. Su voz era azul como el océano, como el viejo barco azul encallado donde se encontraron por primera vez nadando. Cuando estaban en la cama haciendo el amor -él siempre amándola con ansiedad, con esa ansiedad que le producía el miedo a perderla- los gemidos y expresiones de Inés olían a mar agitado, a profundidad abisal, a grandes y encrestadas olas que acababan deslizándose calmas por la orilla de la sábana.
Inés había nacido y crecido en un pueblito salobre hacinado entre  pequeños barcos y escuadrones de gaviotas. Y allí la descubrió un verano de hace doce años. Y de allí la trajo a vivir con él ni bien ella cumplió los dieciocho justo el año en que se jubiló del Museo de Historia Natural. Sus manos, tras 30 años de taxidermia, reclamaban una piel viva. Pero pronto la piel arenada de Inés, la mirada de arpón de Inés –que se clavaba en los ojos que miraba y ya no se podía retroceder porque al intentarlo uno sentía como se le rasgaba el alma- y la voz azul de Inés acabaron rodeándola de hombres jóvenes más atrevidos que él, más vigorosos que él, más firmes en las tormentas que él.
Poco a poco fue percibiendo como el arpón rehusaba clavarse en sus ojos y la voz azul se volvía parca y desinteresada llegando apenas celeste a sus oídos. Incluso los regalos -tan efectivos en la conquista y a la hora de traerla con él- apenas si surtían el efecto de entonces. De Inés cada vez sabía menos, tenía menos, respiraba menos. De Inés olía negativas, indiferencia, semen bisoño. Aún así las cosas cuando lograba entrar -como un Ulises terco y libidinoso- en aquella sirena azul, sentía que valía la pena soportar la denigrante travesía para escuchar aunque más no fuese un único tono azulado.
El día en que se cumplían cinco años de vivir juntos, cansado ya de soslayar lo insoslayable, la llevó de nuevo a su pueblo. Pretextó reeditar los días en que se conocieron. Ella en principio rehusó. El sólo hecho de revivir aquella pobreza le revolvía las tripas. Pero resolvió aceptar por complacerlo, total sería sólo un fin de semana y al fin y al cabo él lo merecía. Durante el viaje casi no hablaron y apenas compartieron dos manzanas peladas con precisión por el hombre. Inés cerró los ojos largo tiempo aunque sin dormir. Sólo pensaba. Imaginaba cómo estaría todo aquello. Qué diría su familia al enterarse de que había vuelto. Qué dirían los pescadores al verla por la playa con ropa bonita. Imaginaba…


Lo que no imaginó fue que de Inés ya ningún hombre sabría nunca nada en la capital. Ni en las peores pesadillas del último lustro se volvió a ver enterrada en esa aldea miserable. Justo a ella que tanto temía a la oscuridad y al silencio. Jamás pudo habérsele pasado por la cabeza que volvería a vivir en el mismo ranchito en que nació junto a la puta de su madre, el borracho de su padre y sus hermanos menores. Y peor aún, nunca pensó que el mar -único consuelo de la miseria allí- se fugaría un día para siempre de sus ojos y que ni siquiera podría preguntarle a alguien por su belleza. 

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