De Inés
Ernesto Ramírez
Poco o nada ha logrado
olvidar de Inés. Acaso sus arrebatos de tedio y las fidedignas infidelidades.
Ambas facetas al principio redimibles por el fermento de sus virtudes. Olvidado
esto, mejor dicho, soslayado como al inicio -ahora por comprender que en verdad
pesaba menos- inalterable al paso del tiempo Inés sigue incrustada en cada
recodo - demasiados - de su piel y en el interregno de su memoria. Mientras
piensa, mientras la recuerda y la huele y la escucha, el hombre juega, haciendo
incisiones con su viejo escalpelo en la manzana que está comiendo y que peló
minuciosamente, cómo a diario, con el instrumento.
Mucho alcohol y soledad
transcurrieron desde entonces y de Inés no ha perdido ni el sabor ni la voz
azulada. Sí, Inés tenía la voz azul. Sus palabras sonaban a mar, olían a mar,
le inundaban los oídos. Su voz era azul como el océano, como el viejo barco
azul encallado donde se encontraron por primera vez nadando. Cuando estaban en
la cama haciendo el amor -él siempre amándola con ansiedad, con esa ansiedad
que le producía el miedo a perderla- los gemidos y expresiones de Inés olían a
mar agitado, a profundidad abisal, a grandes y encrestadas olas que acababan
deslizándose calmas por la orilla de la sábana.
Inés había nacido y crecido
en un pueblito salobre hacinado entre
pequeños barcos y escuadrones de gaviotas. Y allí la descubrió un verano
de hace doce años. Y de allí la trajo a vivir con él ni bien ella cumplió los
dieciocho justo el año en que se jubiló del Museo de Historia Natural. Sus
manos, tras 30 años de taxidermia, reclamaban una piel viva. Pero pronto la
piel arenada de Inés, la mirada de arpón de Inés –que se clavaba en los ojos
que miraba y ya no se podía retroceder porque al intentarlo uno sentía como se
le rasgaba el alma- y la voz azul de Inés acabaron rodeándola de hombres
jóvenes más atrevidos que él, más vigorosos que él, más firmes en las tormentas
que él.
Poco a poco fue percibiendo
como el arpón rehusaba clavarse en sus ojos y la voz azul se volvía parca y
desinteresada llegando apenas celeste a sus oídos. Incluso los regalos -tan
efectivos en la conquista y a la hora de traerla con él- apenas si surtían el
efecto de entonces. De Inés cada vez sabía menos, tenía menos, respiraba menos.
De Inés olía negativas, indiferencia, semen bisoño. Aún así las cosas cuando
lograba entrar -como un Ulises terco y libidinoso- en aquella sirena azul,
sentía que valía la pena soportar la denigrante travesía para escuchar aunque
más no fuese un único tono azulado.
El día en que se cumplían
cinco años de vivir juntos, cansado ya de soslayar lo insoslayable, la llevó de
nuevo a su pueblo. Pretextó reeditar los días en que se conocieron. Ella en
principio rehusó. El sólo hecho de revivir aquella pobreza le revolvía las
tripas. Pero resolvió aceptar por complacerlo, total sería sólo un fin de
semana y al fin y al cabo él lo merecía. Durante el viaje casi no hablaron y
apenas compartieron dos manzanas peladas con precisión por el hombre. Inés
cerró los ojos largo tiempo aunque sin dormir. Sólo pensaba. Imaginaba cómo
estaría todo aquello. Qué diría su familia al enterarse de que había vuelto.
Qué dirían los pescadores al verla por la playa con ropa bonita. Imaginaba…
Lo que no imaginó fue que
de Inés ya ningún hombre sabría nunca nada en la capital. Ni en las peores
pesadillas del último lustro se volvió a ver enterrada en esa aldea miserable.
Justo a ella que tanto temía a la oscuridad y al silencio. Jamás pudo habérsele
pasado por la cabeza que volvería a vivir en el mismo ranchito en que nació
junto a la puta de su madre, el borracho de su padre y sus hermanos menores. Y
peor aún, nunca pensó que el mar -único consuelo de la miseria allí- se fugaría
un día para siempre de sus ojos y que ni siquiera podría preguntarle a alguien
por su belleza.
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