Boletos
Sergio
Borao Llop
A mi amigo Miguel, que
despertó estas palabras.
No
nombraré la ciudad porque la ciudad es múltiple, y porque lo que allí sucede,
bien puede suceder a diario en otra ciudad, en otro país. Acaso cambien los
nombres, los rostros, los objetos.
Yo,
turista en todas partes, eterno extranjero, pertinaz inhabitante, venía
caminando hacia la estación, con mi maleta medio vacía (maleta de nómada
incurable, brevísimo catálogo de recuerdos y ausencias, inútil equipaje), y un
creciente cansancio que se iba acentuando a medida que mis pies cruzaban más
fronteras, a medida que mi pasaporte acumulaba sellos. Puesto que aún faltaba
más de una hora para la salida de mi tren, tomé asiento en una terraza
sombreada.
Enfrente,
al sol, había varios niños jugando. Niños pobres, harapientos, de los que
abundan en los alrededores de casi todas las estaciones del Sur. Cuando pasaba
alguien con traje, o con aspecto de turista, uno de ellos se separaba del grupo
y se acercaba al desconocido, ofreciéndole un billete de lotería. El timo es
antiguo. Se trata de billetes viejos, sin premio, que los chicos recogen del
suelo o de las papeleras y planchan lo mejor que pueden para darles apariencia
de nuevos. A veces, algún despistado compra un billete, pero generalmente hay
gritos y amenazas, y a menudo, los chicos tienen que salir corriendo para no
caer en manos de la policía.
No
muy lejos de allí, las máquinas excavaban lo que muy probablemente se
convertiría con el tiempo en un centro comercial o un edificio de oficinas.
Quizá a causa del monótono ruido de las excavadoras, me amodorré un poco.
Una
voz suave me despertó.
-
Señor…
Cuando
levanté la vista, una chiquilla morena, con dos trenzas medio deshechas y una
mancha oscura en la mejilla, me ofrecía uno de aquellos billetes.
Mi
primer impulso fue echarme a reír y despedir a la mocosa con unos céntimos o
con la amenaza de la policía, que es el remedio habitual en estos casos, pero
algo en su mirada me impedía hacer una cosa así.
-
El número es lindo -dijo, tratando de vencer mi indecisión con esas simples
palabras.
Entonces
la miré con más detenimiento. Sus ojos no eran los de una niñita suplicante, no
eran ojos mendicantes, ni ojos víctimas; tampoco eran los ojos pícaros de quien
está estafando a un turista crédulo; aquéllos eran los ojos firmes y tranquilos
de alguien que sólo pide lo que por derecho le corresponde.
No
lo dudé un instante. Conté algunas monedas y puse en su mano el dinero que
costaba el billete. Ella me dio las gracias, sonrió dulcemente y regresó junto
a sus amigos. Mientras la miraba alejarse correteando alegremente, guardé el
papelito en mi cartera, junto a la fotografía de Mariela.
Miré
el reloj. Había que irse. Mi tren estaba a punto de llegar.
Sé
que es innecesario contar lo que sigue, decir que aquél fue el primero de una
larga colección de boletos caducados, que hubo en mi camino otras muchas
estaciones, otros niños y otras excusas, que en cada lugar que visité fui
atesorando con avidez los boletos que aquellos niños famélicos me ofrecían,
siempre ante la atenta y burlona mirada de los testigos, ciegos, incapaces de
percibir que todos y cada uno de aquellos papelitos medio arrugados tenían un
premio mucho más valioso que el que indicaban los números impresos.
Durante
años he llevado conmigo ese primer boleto, prueba irrefutable de que la escena
anteriormente narrada no fue un sueño. A veces, contemplo la cifra (El número
es lindo) como si en ella pudiera leerse algo que no fuese una sucesión más o
menos armoniosa de dígitos. A veces, contemplo la cifra como esperando que esos
signos revelen algo que en realidad no necesita ser revelado.
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