Después...
Negro
Hernández - Julio 2002
Después
de la sudestada vino el ajuste, como si el agua en su descenso nos hubiera encogido
los bolsillos y el alma, dejándonos sólo un barquito de papel navegando a la
deriva en búsqueda de una costa llamada esperanza.
Las
mesas tristes del Tres Amigos, ensombrecidas por la mishiadura, daban pena, y
la amenaza de la desaparición del café por el ajuste sobrevolaba la esquina
empedrada como un cáncer alado, girando alrededor de nuestro refugio de
Barracas esperando el momento del despojo.
Los
muchachos habían desaparecido del lugar y al volver del trabajo se refugiaban
en sus hogares. La guita no alcanza ni
para tomar un cortado, dijo el Loco cuando me lo crucé por la calle. El
viento y el frío de Julio los había arrojado en sus casas como a una manada en
la cueva. Es el miedo, Negro, es el miedo
que nos metieron en la cabeza, mientras se llevan la plata, dijo Oliverio
una noche de viernes mientras pedía una taza de caldo.
El
Gallego, había reemplazado el jamón por la paleta, ahora cortaba fetas de
mortadela y fiambrín en la máquina roja, avergonzada de haber sido la verduga
del crudo y el matambre casero. La ginebra y del fernet eran un lujo que se
tomaba cuando se cobraba el sueldo.
Yo
renuncié las dos medialunas de grasa de mi desayuno y a la picada de los
sábados. Los ricos siempre ganan, decía
el Gordo, mientras se comía la curva quemada de mi única medialuna. Sandoval
recorría los clasificados buscando otro corretaje. No se vende un carajo. El Mirón, puteaba contra sus contactos
políticos por el fracaso del puestito prometido. Así me pagan estos hijos de puta los votos que les conseguí. Beto
hacía cálculos en una servilleta de papel proponiendo una jugada conjunta del
Loto. Con esta combinación nos salvamos.
Y el Bichi, con la mirada clavada en el tarrito apoltronado sobre el techo del
Ami 8, que dormía junto a la vereda de enfrente, suplicaba en silencio por la
llegada de un comprador. Gallego, traete
otra jarra con agua.
A
través de la ventana veo a los chicos pasar rumbo al colegio bostezando la noche de tele, y a una
madre tironeando el brazo del mocoso para esquivar el kiosko de José, y a un
fulano campaneando la llegada del colectivo debajo de un árbol crucificado con
la chapa que dice 39, y a un mendigo agitando las monedas en el jarro,
mangueando en la fila de jubilados del banco Boston y maldiciendo a Dios, y al
otoño agónico de hombres sin trabajo, desterrados, descartables, marchitos,
rodando por las veredas y barridos por el escobillón municipal para convertirse
en cenizas en un rincón, y a ella, esa
mina tan parecida a Marta, (¿te acordás de Marta?) entrando en la panadería,
como todas las mañanas, disparándome el recuerdo, y a las paredes gastadas del
barrio guardando las marcas onduladas de la inundación como diciendo hasta acá.
Estoy hasta acá de andar sin un mango, dijo el Gordo trayéndome al boliche. Hay que barajar y dar de nuevo, agregó
el Mirón. Me cansé de remar contra la
corriente, continuó Sandoval. Yo, todavía perdido en el ensueño, me levanté
para ir al baño. Gallego, anotame todo en la cuenta.
Parado
frente al mingitorio sombrío y húmedo, sentí la sombra de un capote esfumarse
en el excusado. Por el tragaluz de la pared lindera al patio de la escuela, las
notas del himno patrio festejando el día de la Independencia, atravesaron el
cuartito perfumado de acaroína y frío. Mientras me lavaba las manos, escuché
una voz aflautada entonar desde la cañería: ¡Oh
juremos con gloria morir! Y recordé el patio del colegio de la infancia, vi
como subía la bandera por el mástil de hierro y a la señorita Ester cantar la
canción patria con sus hermosos labios
rojos y se me puso la piel de gallina.
1 comentario:
Está buenííísimo, Carlos!!!!
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