domingo, 21 de agosto de 2016

Negro Hernández

Después...  
Negro Hernández - Julio 2002

Después de la sudestada vino el ajuste, como si el agua en su descenso nos hubiera encogido los bolsillos y el alma, dejándonos sólo un barquito de papel navegando a la deriva en búsqueda de una costa llamada esperanza.
Las mesas tristes del Tres Amigos, ensombrecidas por la mishiadura, daban pena, y la amenaza de la desaparición del café por el ajuste sobrevolaba la esquina empedrada como un cáncer alado, girando alrededor de nuestro refugio de Barracas esperando el momento del despojo.
Los muchachos habían desaparecido del lugar y al volver del trabajo se refugiaban en sus hogares. La guita no alcanza ni para tomar un cortado, dijo el Loco cuando me lo crucé por la calle. El viento y el frío de Julio los había arrojado en sus casas como a una manada en la cueva. Es el miedo, Negro, es el miedo que nos metieron en la cabeza, mientras se llevan la plata, dijo Oliverio una noche de viernes mientras pedía una taza de caldo.
El Gallego, había reemplazado el jamón por la paleta, ahora cortaba fetas de mortadela y fiambrín en la máquina roja, avergonzada de haber sido la verduga del crudo y el matambre casero. La ginebra y del fernet eran un lujo que se tomaba cuando se cobraba el sueldo.
Yo renuncié las dos medialunas de grasa de mi desayuno y a la picada de los sábados. Los ricos siempre ganan, decía el Gordo, mientras se comía la curva quemada de mi única medialuna. Sandoval recorría los clasificados buscando otro corretaje. No se vende un carajo. El Mirón, puteaba contra sus contactos políticos por el fracaso del puestito prometido. Así me pagan estos hijos de puta los votos que les conseguí. Beto hacía cálculos en una servilleta de papel proponiendo una jugada conjunta del Loto. Con esta combinación nos salvamos. Y el Bichi, con la mirada clavada en el tarrito apoltronado sobre el techo del Ami 8, que dormía junto a la vereda de enfrente, suplicaba en silencio por la llegada de un comprador. Gallego, traete otra jarra con agua.
A través de la ventana veo a los chicos pasar rumbo al  colegio bostezando la noche de tele, y a una madre tironeando el brazo del mocoso para esquivar el kiosko de José, y a un fulano campaneando la llegada del colectivo debajo de un árbol crucificado con la chapa que dice 39, y a un mendigo agitando las monedas en el jarro, mangueando en la fila de jubilados del banco Boston y maldiciendo a Dios, y al otoño agónico de hombres sin trabajo, desterrados, descartables, marchitos, rodando por las veredas y barridos por el escobillón municipal para convertirse en cenizas en un rincón, y a  ella, esa mina tan parecida a Marta, (¿te acordás de Marta?) entrando en la panadería, como todas las mañanas, disparándome el recuerdo, y a las paredes gastadas del barrio guardando las marcas onduladas de la inundación como diciendo hasta acá.
Estoy hasta acá de andar sin un mango, dijo el Gordo trayéndome al boliche. Hay que barajar y dar de nuevo, agregó el Mirón. Me cansé de remar contra la corriente, continuó Sandoval. Yo, todavía perdido en el ensueño, me levanté para ir al baño. Gallego, anotame todo en la cuenta.


Parado frente al mingitorio sombrío y húmedo, sentí la sombra de un capote esfumarse en el excusado. Por el tragaluz de la pared lindera al patio de la escuela, las notas del himno patrio festejando el día de la Independencia, atravesaron el cuartito perfumado de acaroína y frío. Mientras me lavaba las manos, escuché una voz aflautada entonar desde la cañería: ¡Oh juremos con gloria morir! Y recordé el patio del colegio de la infancia, vi como subía la bandera por el mástil de hierro y a la señorita Ester cantar la canción patria con sus hermosos  labios rojos y se me puso la piel de gallina.

1 comentario:

Blanca Raquel dijo...

Está buenííísimo, Carlos!!!!