A las ocho en punto
Emilio
Núñez Ferreiro
Ya
es la hora. Son más de treinta, todas a la espera. Escuchan que la persiana
comienza a levantarse y la ansiedad les crece. Aguardan en hilera, sobre el
cable que alimenta de energía eléctrica al barrio. Se mueven un poco y varias
miran hacia abajo.
La
mujer del kiosco acaba de salir con el tacho lleno de maíz y la conmoción que
las invade las obliga a revolotear entre una acera y otra.
Adela
desparrama todo el contenido sobre el césped de la plaza y en tanto cruza la
calle de regreso a su negocio, la avidez de las palomas se lanza a dar cuenta
del desayuno cotidiano. Otras, que desde el techo del cine parecían
desinteresadas, acuden a la cita con más predisposición que las primeras.
Ese
pedazo de plaza es un enjambre de plumas. La patota voraz, poco a poco, consume
los puntitos rojos y el verde de la pastura regresa.
De
pronto, la inocencia de un niño echa a correr por entre medio de ellas y una
explosión de vida acontece, formando una nube oscura, que se diluye, en cuanto
el niño se aleja.
Al
rato, granos y aves desaparecen, dejando en la plaza un vacío fugaz, el que se
ha de llenar mañana, a las ocho, exactamente, cuando Adela deje que entre el
sol a su kiosco, al mismo tiempo que a la vuelta, los chicos ingresen a la
Escuela, en el mismo instante que yo, sin que me importe la frialdad del banco
de cemento, sentado en él, contemple nuevamente, la misma escena.
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