TODO EL DOMINGO
María A. Escobar
Margarita
tenía, sobre la mesa de luz, un rollo de papel higiénico, un vaso de agua y montones de pastillas, algunas recetadas y
otras no. También había una novela de Graham Green, casi su autor favorito. Se
la había traído su hijo como una reliquia. El prefería todo lo tecnológico que
ella detestaba. Le había regalado ese
aparatito con el cual iban hasta el baño pero ella lo había dejado .en el cajón
de la mesa de luz y ahí permanecía sin uso.
Tenía
teléfono, a qué más. Debajo de su almohada
una pequeña radio a transistores le hacía compañía, sobre todo por las noches
en las que el silencio le hacía pensar en la muerte.
Aun no había amanecido, un reflejo gris
entraba por la ventana, Tal vez
lloviera, lo que en un domingo era casi una bendición, entonces ella podría
pensar que sus hijos no venían por el mal tiempo, los chicos estaban
resfriados, etc. La que seguramente vendría por la tarde sería Elisa y se
sentaría al borde de la cama y empezaría con su rosario de quejas sobre hijos nueras
(sobre todo nueras) y también nietos mientras tejía. Siempre tejía, afirmaba
que le calmaba los nervios y se empecinaba en enseñarle a ella. Como una
evangelista que se empecina en convencerte de su firme creencia de que el Señor
todo lo arregla. “Elisa, solía decirle
ella, lo mejor es no ser una buena madre, los hijos te abandonan sin culpa”.
“No
te hagas tanto problema. Cuando yo salga de ésta tendremos que inventar algo
para sortear los domingos que siempre son tan largos, porque es cuando uno
siente más las ausencias. Pero qué, no lo sabía.
“Elisa,
le diría, cuando empiece a caer la tarde cerrá todas las cortinas”.
“No
te vayas todavía, tengo un fuerte dolor en el pecho. Dame una aspirina. Mi buena amiga. No te vayas.”
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