LOS PÁJAROS María A. Escobar
Habíamos
huido de la ciudad porque se había tornado cada vez más irrespirable. Cuando
nos decidimos tomamos para el lado de Brandsen y seguimos más allá donde sólo
había puro campo, sólo alguno que otro arbolito y nos instalamos donde vimos un
grupo de añosos paraísos, la sombra que habríamos de necesitar ahora, en pleno
verano.
Había
también un rancho un rancho abandonado que sería necesario reparar porque seguramente
tendría goteras y las puertas no cerraban, aunque con el calor y en medio de
esa soledad no había necesidad de cerrarlas, se podía dormir con las puertas
abiertas por donde entraba el canto de los grillos y ese inefable perfume del
campo, un olor húmedo y vegetal que respirábamos a todo pulmón.
En
unos días pusimos manos a la obra, arreglamos puertas y ventanas, tapamos
algunas goteras, cuando lloviera tal vez descubriríamos otras más pequeñas
que nos habían pasado desapercibidas. No
nos importaba. Eugenia improvisaba floreros con viejas botellas y buscaba flores
silvestres para ornamentar nuestra casa. Faltaban las cortinas, en realidad
faltaban muchas cosas.
Pero
todo se iría acomodando con el tiempo. Hubo que desmalezar el terreno alrededor
de la casa, porque mi idea era hacer una huerta que nos proveyera de la
verdura.
El
resto habría que comprarlo en el pueblo. Eso nos llevaba todo el día, porque el
pueblo estaba muy alejado. Hubiera sido bueno tener un caballo pero eso hubiera
sido un gasto excesivo. Los únicos que, casi de manera solapada, se nos fueron
acercando, fueron dos perros tan flacos que se les podía contar las costillas y
que tenían esa mirada como de pedir permiso. Eugenia los adoptó, les puso un
nombre, porque un perro, como un hombre, debe tener un nombre para no ser un
paria. Se les daba a comer las sobras, aunque nunca sobraba mucho.
Yo
compré lo que necesitaba en el pueblo y también compré semillas para la huerta.
No sabía muy bien en qué época se plantaba.
Traté
de informarme pero la gente del pueblo parecía recelosa.
Me
veían como a un intruso…ya se acostumbrarían, nosotros éramos gente tranquila,
Con el tiempo acabarían por aceptarnos. Mientras tanto habría que pensar en
defender los cultivos de las heladas, pero para eso había tiempo, recién
estábamos a mitad del verano.
Por
la tardecita nos sentábamos Eugenia y yo a tomar mate a la
sombra
de los paraísos. Entonces el cielo no tenía la misma intensidad y los pájaros
volvían a sus nidos, emitiendo una especie de arrullo, como si se acunaran.
Éramos
felices, nos teníamos el uno al otro y esto era suficiente. El verano seguía
siendo agobiante, pero teníamos agua fresca, de pozo, que era lo único que
estaba intacto.
Se
fue enero y, en febrero, amainó el calor. Entonces cuando estábamos tomando
mate, a la tardecita, vimos la primera bandada de pájaros, una verdadera masa
oscura, como de tormenta, volar hacia el occidente. No eran golondrinas. Por
allí no se veían. No alcanzábamos a ver qué clase de pájaros eran, pero
parecían huir porque aun no era el tiempo en que las aves emigran. El verano
todavía no había terminado. Al día siguiente vimos sobrevolar otra oscura
bandada hacia la misma dirección, parecía una nube negra y ominosa. Así las
vimos pasar varios días. Una especie de estupor nos iba ganando ya que las
plantas y los árboles parecían marchitarse, pero cuando
los
perros comenzaron a aullar, mirando al cielo, hicimos unos ataditos con
nuestras pocas cosas, Huimos del rancho, también hacia el occidente.
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