viernes, 15 de enero de 2016

María A. Escobar



LOS PÁJAROS María A. Escobar

Habíamos huido de la ciudad porque se había tornado cada vez más irrespirable. Cuando nos decidimos tomamos para el lado de Brandsen y seguimos más allá donde sólo había puro campo, sólo alguno que otro arbolito y nos instalamos donde vimos un grupo de añosos paraísos, la sombra que habríamos de necesitar ahora, en pleno verano.
Había también un rancho un rancho abandonado que sería necesario reparar porque seguramente tendría goteras y las puertas no cerraban, aunque con el calor y en medio de esa soledad no había necesidad de cerrarlas, se podía dormir con las puertas abiertas por donde entraba el canto de los grillos y ese inefable perfume del campo, un olor húmedo y vegetal que respirábamos a todo pulmón.
En unos días pusimos manos a la obra, arreglamos puertas y ventanas, tapamos algunas goteras, cuando lloviera tal vez descubriríamos otras más pequeñas que  nos habían pasado desapercibidas. No nos importaba. Eugenia improvisaba floreros con viejas botellas y buscaba flores silvestres para ornamentar nuestra casa. Faltaban las cortinas, en realidad faltaban muchas cosas. 
Pero todo se iría acomodando con el tiempo. Hubo que desmalezar el terreno alrededor de la casa, porque mi idea era hacer una huerta que nos proveyera de la verdura.
El resto habría que comprarlo en el pueblo. Eso nos llevaba todo el día, porque el pueblo estaba muy alejado. Hubiera sido bueno tener un caballo pero eso hubiera sido un gasto excesivo. Los únicos que, casi de manera solapada, se nos fueron acercando, fueron dos perros tan flacos que se les podía contar las costillas y que tenían esa mirada como de pedir permiso. Eugenia los adoptó, les puso un nombre, porque un perro, como un hombre, debe tener un nombre para no ser un paria. Se les daba a comer las sobras, aunque nunca sobraba mucho.
Yo compré lo que necesitaba en el pueblo y también compré semillas para la huerta. No sabía muy bien en qué época se plantaba.
Traté de informarme pero la gente del pueblo parecía recelosa.
Me veían como a un intruso…ya se acostumbrarían, nosotros éramos gente tranquila, Con el tiempo acabarían por aceptarnos. Mientras tanto habría que pensar en defender los cultivos de las heladas, pero para eso había tiempo, recién estábamos a mitad del verano.
Por la tardecita nos sentábamos Eugenia y yo a tomar mate a la
sombra de los paraísos. Entonces el cielo no tenía la misma intensidad y los pájaros volvían a sus nidos, emitiendo una especie de arrullo, como si se acunaran.
Éramos felices, nos teníamos el uno al otro y esto era suficiente. El verano seguía siendo agobiante, pero teníamos agua fresca, de pozo, que era lo único que estaba intacto.
Se fue enero y, en febrero, amainó el calor. Entonces cuando estábamos tomando mate, a la tardecita, vimos la primera bandada de pájaros, una verdadera masa oscura, como de tormenta, volar hacia el occidente. No eran golondrinas. Por allí no se veían. No alcanzábamos a ver qué clase de pájaros eran, pero parecían huir porque aun no era el tiempo en que las aves emigran. El verano todavía no había terminado. Al día siguiente vimos sobrevolar otra oscura bandada hacia la misma dirección, parecía una nube negra y ominosa. Así las vimos pasar varios días. Una especie de estupor nos iba ganando ya que las plantas y los árboles parecían marchitarse, pero cuando
los perros comenzaron a aullar, mirando al cielo, hicimos unos ataditos con nuestras pocas cosas, Huimos del rancho, también hacia el occidente.

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