CARMENCITA Carlos Margiotta
Los
ruidos de la noche se fueron yendo junto a los invitados que estuvieron
celebrando la navidad en casa. Primero fue mi hijo mayor con mi nuera y mis dos
nietas, “Mañana salimos para Gesell temprano, dijo Andrés en la puerta de calle
mientras se dirigía hacía el auto. Después mi hija embarazada con su marido y
mis nietos varones. Mas tarde mi hijo menor con su linda novia, luego mi
hermano con su nueva pareja y finalmente mis tres amigos de siempre con sus mujeres.
El
pasillo que conducía a la vereda desde el pehache en el que vivía hacía varios
años, recortaba el cielo en un rectángulo estrecho dejando ver los últimos
estampidos coloreados de los fuegos artificiales, y pensé en la noticias de
mañana alertando sobre el peligro del uso de la pirotecnia. Felipe estaba
asustado y se había refugiado debajo de la piletón.
Ya
dentro de la casa acomodé el tablón y los caballetes de la improvisaba mesa
puesta en el patio, le eché agua a las últimas brasas que quedaban encendidas
en la parrilla después del asado y entré las sillas al living. La vajilla
descansaba limpia en la cocina escurriendo tranquilamente su agua con restos de
detergente, mi nuera no quiso que yo lavara los platos.
Decidí
subir por la escalera de metal hacia la azotea para mirar el cielo cubierto de
estrellas y relajarme un poco. Sabía que iba a tardar en dormirme por la
muchedumbre de recuerdos que todos los años me asaltaban esa noche, la noche en
que no volvimos a vernos más. ¿Hace 40 años?... sí fue en la Navidad del 76.
Me
acosté en la reposera, desabroché mi camisa y aflojé el cinturón que sostenía
mi bermuda. Hacia calor, ese calor húmedo y pegajoso que te cubre la piel
oprimiéndote los sentimientos contra el pecho. Felipe había salido de su
escondite y se acercó a mi lado con un hueso en la boca, mi compañero fiel se
daba cuenta de mis estados de ánimo y buscaba que lo acariciara. Me había puesto
melancólico por los años que pasaron y los sueños que no fueron.
La
casa de mi infancia era grande, tenía dos pisos y desde el balcón del
dormitorio de mis padres se podía ver el puerto de San Fernando. En las fiestas
venía toda la familia, los gallegos de mamá con mi abuelo José y mi abuela
Ramona, mis tíos y cuñadas, mi tía Chela, mis primos y primitas, y los tanos de
papá con mis abuelos Marcos y Francisca, detrás de ellos toda la otra prole de
tíos, primos, en fin a mi madre le gustaba reunirlos una vez al año.
“Es
para reparar las macanas que cometimos” nos decía.
Nosotros
éramos chicos y nos divertíamos jugando en la calle con los pibes vecinos hasta
la medianoche donde volvíamos a casa para presenciar el brindis de los mayores
y recibir a algún tío disfrazado de Papa Noel que traía una bolsa llena de
regalos. Después los grandes se ponían a bailar y nosotros salíamos otra vez en
la calle para seguir jugando y tirar los últimos cohetes y las cañitas
voladoras que quedaban.
Allí
estaba Carmencita, la hija del mecánico que vivía enfrente, con ella conocí los
secretos de la seducción femenina y mas tarde aprendí a dar besos en su boquita
pequeña, escondidos en la oscuridad del baldío de la esquina. Con el tiempo en
el barrio todos sabían que íbamos a convertirnos en novios, menos yo. Crecimos
juntos, jugábamos juntos, fuimos al mismo colegio y terminamos enamorándonos
sobre la cama del cuartito del fondo que se usaba para cambiarse la chica que
limpiaba la casa. Entonces no sabíamos que era el amor y lo confundíamos con la
calentura. Teníamos mucha piel, bastaba una mirada para encendernos y apagarnos
uno sobre el otro.
Terminada
las fiestas papá llevaba a la tía Chela hasta su casa y tardaba horas en regresar.
Yo lo escuchaba subir la escalera con el paso cansado y mis sospechas de que
eran amantes fueron ciertas. Cuando murió mamá la familia no volvimos a reunirnos
nunca más, la pequeña, graciosa y atractiva mamá los convocaba a todos.
Mi
hermano y yo nos reuníamos con amigos, y papá entró a deambular por distintos
lugares para no pasarla sólo, aunque siempre tenía su lugar privilegiado en lo
de la tía Chela donde más e una vez se quedaba a dormir.
Carmen
entró en la UBA para estudiar abogacía y yo me decidí por ingeniería. Ambos empezamos
a militar en la JP cuando volvió Perón. Después vinieron los milicos y la cosa
se puso pesada. La nochebuena del ´76 fue la última vez que la vi. “Me están
buscado, tengo que irme ya vas a tener noticias mías.”
Felipe
se me acercó y me lamió la mano con la sostenía un vaso con vino, estaba por amanecer
y el sueño empezó a ganarme. La muerte de papá terminó por separarnos a todos.
Yo me casé con Marta, crié a mis hijos y hoy trato de sobrevivir a su ausencia.
Estoy rodeado de muerte, pensé.
Con
el tiempo el recuerdo de Carmen fue creciendo junto a mi deseo de volverla a
ver. Quería cerrar esa historia que se había convertido en una obsesión pero
sabía que era imposible, que solo un milagro podía hacer que me encontrara un
objeto perdido hace 40 años.
Baje
a la casa y abrí las puertas del dormitorio que daban al patio, necesitaba
aire, mi pecho se había arrugado como un bandoneón. Me acosté boca arriba
añorando la época en que prendía un cigarrillo antes de dormir. Cerré los ojos
dejando que el sueño me llevara 40 años atrás.
Aunque solo sea para decirle adiós, pensé.
A
veces el deseo es tan fuerte termina haciéndose realidad, decía mi padre.
En
eso sonó mi celular:
-Carlos.
-Si
.
-Soy
Carmencita, te acordás de mí.
1 comentario:
Me gustó ese relato de ausencia en las presencias. Gracias!
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