domingo, 15 de noviembre de 2015

Silvia Plager



                          Soltar las riendas  
                                                    Silvia Plager

Mi amiga Erlinda es feliz. Cuando con las chicas jugamos a las cartas e intentamos olvidarnos de nuestros achaques y penurias, no la nombramos. Traer la presencia de Erlinda a esa mesa sería como negarnos el recreo de los jueves por la tarde. Nuestro grupo lo tiene todo organizado: los lunes al mediodía, ikebana; los martes a la tarde, curso de repostería; los miércoles por la mañana, gimnasia para la tercera edad; los jueves, té canasta; los viernes, tertulia literaria; los sábados por la noche, cine; los domingos, almuerzo familiar.
Digo que Erlinda es feliz, y no miento. En estos tiempos donde cada uno disfraza como puede su tristeza, ella se da el lujo de la felicidad.
Algún que otro domingo, el grupo combina ir de visita a su casa. Hacemos el sacrificio del viaje impulsadas por el cariño que le tenemos y porque necesitamos entender cómo se puede vivir en un barrio apartado de la mano de Dios sin morirse de miedo y aburrimiento. Y se lo preguntamos siempre. Entonces Erlinda sonríe y nos dice que el miedo también vive en los edificios de departamentos y que ella nunca está sola porque sus sueños se cuelan por todos los rincones y cuando abre los ojos es como si aún los tuviera cerrados.
Que las locas ocurrencias de sus fantasmas nocturnos no respetan horarios ni disciplinas no es novedad. Sin ir más lejos, la última vez nos contó que el viernes pasado tuvo siete años y un moño blanco en el pelo y que la mano de su papá era grande y blanda como un colchón. Ese mismo día, a la siesta, la mamá se columpiaba en un trapecio de circo y Erlinda, muy tiesa en su vestido de volados, miraba a lo alto y le enviaba besos.
También nos contó que volvió a dar a luz a su hijo mayor y que su marido, más joven y apuesto que de recién casado, le obsequió un ramo de clavelinas.
Y luego nos dijo que sus hermanos y ella habían dormido en casa de los abuelos y que al mediodía, trepados a un árbol, entendieron que el tiempo no existía.
“Erlinda, si todos son sueños- le decimos -. Ahora eres viuda y tus hijos son grandes y están viviendo en el extranjero.”
“Ya sé que son sueños”, nos responde invariablemente.
Para Erlinda no hay diferencia entre lo que es o no es, y así como nosotras organizamos nuestra actividad semanal, ella organiza sus sueños.
Está tan ocupada, dice, que apenas si le queda un espacio para dedicarlo a las compras, la limpieza de la casa y el pequeño jardín.
“ Tu pastel de manzanas está delicioso, tu piso huele a cera, pero tus plantas, ¡pobrecitas!, son una maraña, suele recriminarle Carlota, la más irónica de las cinco.
Erlinda suspira, se acomoda el rodete como quien ha recibido un cumplido, y dice: “Los jardines ordenados desordenan los sueños. Con cada cosa en su sitio y todo bien diferenciado, sólo hay cabida para el hoy, y eso, queridas amigas, es muy aburrido”.
No queremos tomarlo como un insulto, sin embargo nos defendemos, y le decimos que nosotras lo tenemos todo previsto para no aburrirnos jamás.
La que se enfurece es Teodora, la más joven, que acaba de ser abuela por decimoquinta vez y que no puede con su alma de tanto ir y venir. Cómo se atrevía Erlinda a sugerir, tan siquiera, que alguien con seis hijos y quince nietos pudiera sentir aburrimiento. Entonces Teodora saca de su bolso una tira de fotografías, una aguja de crochet y un ovillo de lana color patito y después de enumerar las proezas de sus descendientes, se dispone a tejer escarpines. Sin ser cruel debo reconocer que la pobre Teo se ha vuelto un poco reiterativa con eso de que la gente que tiene las manos y la mente ocupada no anda distrayéndose con pavadas. Porque a Queca y a mí el ikebana nos ha sorbido el seso y no hay mesita o estante que no tenga uno. Pero qué nos puede importar que los arreglos florales de tanto adornar no adornen. Nos gustan y punto.
Lo mismo debe sucederle a Erlinda con sus sueños, le caminan por toda la casa como chicos malcriados porque ella les ha soltado las riendas y ahora no hay quién los pare.
Para que me entiendan bien les diré un refrán que mi tía Alcira- mujer sabia- solía decir: “Dime con quién andas y te diré quién eres”.Nosotras andamos en grupo, como alborotadas jovencitas. Y Erlinda sólo anda con ella misma; así las palabras que le nacen de adentro revolotean por donde les viene en gana hasta que se organizan en imágenes. De ahí al soñar hay un paso tan corto y ágil como el de una japonesa.
De no ser porque finalmente sucedió lo que tenía que suceder con tanto descampado alrededor, todavía estaríamos comiendo pastel de manzanas, oliendo cera y admirando esa selva diminuta donde  gomeros, laureles, cerezos, araucarias y cipreses eran abrazados por ilodendros, tacos de reina, rosas chinas y enamoradas del muro que, a fuerza de abrirse camino, se enamoraban de cualquier tronco o superficie que se les cruzase.
A veces, cuando me pongo a pensar en los nuevos dueños, me pregunto si el tesón demoledor con que ellos transformaron el jardín rebelde en un patio embaldosado no se habrá debido a que los sueños de Erlinda aún seguían enredados en sus árboles y plantas.
Ya no me cabe duda de que si Erlinda hizo lo que hizo fue para que sus sueños vivieran.
“Qué bien- dijimos nosotras cuando vimos el parque de diversiones que se había levantado- ahora Erlinda no se sentirá tan sola”.
“No hay peor ciego que el que no quiere ver”, también acostumbra a sentenciar tía Alcira. Y nosotras no quisimos ver que ese monstruo de acero sería la perdición de nuestra amiga.
Día y noche, para convocar a los vecinos próximos y distantes, los altavoces difundían una música que espantaba pájaros y duendes.
La gente que aullaba en la montaña rusa, descabezaba muñecas y coronaba botellas con aros de plástico, seguramente detestaba el murmullo del viento, el batir de persianas, el silbido del paseante solitario, el trinar de las aves y el lamento lejano del tren.
Después de una noche en que la vigilia sólo estuvo poblada por los intrusos de enfrente y que de sus cabezas no obtuvo ni siquiera el sueño más huidizo, Erlinda taponó sus oídos, y se volvió a acostar.
Yo me digo que tal vez sus sueños se unieron los unos a los otros como las sábanas que el prisionero ata para huir de la prisión. Y me la imagino a Erlinda deslizándose por ellas, olvidada de actos tan triviales como comer o despertar. Por eso, cuando las chicas dicen: “Qué muerte triste la de Erlinda, enterrada viva en esa casa y sin que nadie le tienda una mano”, yo pienso en sus sueños, alineados como cerco de ligustro para defenderla de la mirada ajena, y me vuelvo a decir: “Mi amiga Erlinda es feliz”.

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