Soltar las riendas
Silvia
Plager
Mi
amiga Erlinda es feliz. Cuando con las chicas jugamos a las cartas e intentamos
olvidarnos de nuestros achaques y penurias, no la nombramos. Traer la presencia
de Erlinda a esa mesa sería como negarnos el recreo de los jueves por la tarde.
Nuestro grupo lo tiene todo organizado: los lunes al mediodía, ikebana; los martes
a la tarde, curso de repostería; los miércoles por la mañana, gimnasia para la
tercera edad; los jueves, té canasta; los viernes, tertulia literaria; los
sábados por la noche, cine; los domingos, almuerzo familiar.
Digo
que Erlinda es feliz, y no miento. En estos tiempos donde cada uno disfraza
como puede su tristeza, ella se da el lujo de la felicidad.
Algún
que otro domingo, el grupo combina ir de visita a su casa. Hacemos el sacrificio
del viaje impulsadas por el cariño que le tenemos y porque necesitamos entender
cómo se puede vivir en un barrio apartado de la mano de Dios sin morirse de
miedo y aburrimiento. Y se lo preguntamos siempre. Entonces Erlinda sonríe y
nos dice que el miedo también vive en los edificios de departamentos y que ella
nunca está sola porque sus sueños se cuelan por todos los rincones y cuando
abre los ojos es como si aún los tuviera cerrados.
Que
las locas ocurrencias de sus fantasmas nocturnos no respetan horarios ni disciplinas
no es novedad. Sin ir más lejos, la última vez nos contó que el viernes pasado
tuvo siete años y un moño blanco en el pelo y que la mano de su papá era grande
y blanda como un colchón. Ese mismo día, a la siesta, la mamá se columpiaba en
un trapecio de circo y Erlinda, muy tiesa en su vestido de volados, miraba a lo
alto y le enviaba besos.
También
nos contó que volvió a dar a luz a su hijo mayor y que su marido, más joven y
apuesto que de recién casado, le obsequió un ramo de clavelinas.
Y
luego nos dijo que sus hermanos y ella habían dormido en casa de los abuelos y
que al mediodía, trepados a un árbol, entendieron que el tiempo no existía.
“Erlinda,
si todos son sueños- le decimos -. Ahora eres viuda y tus hijos son grandes y
están viviendo en el extranjero.”
“Ya
sé que son sueños”, nos responde invariablemente.
Para
Erlinda no hay diferencia entre lo que es o no es, y así como nosotras organizamos
nuestra actividad semanal, ella organiza sus sueños.
Está
tan ocupada, dice, que apenas si le queda un espacio para dedicarlo a las
compras, la limpieza de la casa y el pequeño jardín.
“
Tu pastel de manzanas está delicioso, tu piso huele a cera, pero tus plantas,
¡pobrecitas!, son una maraña, suele recriminarle Carlota, la más irónica de las
cinco.
Erlinda
suspira, se acomoda el rodete como quien ha recibido un cumplido, y dice: “Los
jardines ordenados desordenan los sueños. Con cada cosa en su sitio y todo bien
diferenciado, sólo hay cabida para el hoy, y eso, queridas amigas, es muy aburrido”.
No
queremos tomarlo como un insulto, sin embargo nos defendemos, y le decimos que
nosotras lo tenemos todo previsto para no aburrirnos jamás.
La
que se enfurece es Teodora, la más joven, que acaba de ser abuela por decimoquinta
vez y que no puede con su alma de tanto ir y venir. Cómo se atrevía Erlinda a
sugerir, tan siquiera, que alguien con seis hijos y quince nietos pudiera
sentir aburrimiento. Entonces Teodora saca de su bolso una tira de fotografías,
una aguja de crochet y un ovillo de lana color patito y después de enumerar las
proezas de sus descendientes, se dispone a tejer escarpines. Sin ser cruel debo
reconocer que la pobre Teo se ha vuelto un poco reiterativa con eso de que la
gente que tiene las manos y la mente ocupada no anda distrayéndose con pavadas.
Porque a Queca y a mí el ikebana nos ha sorbido el seso y no hay mesita o
estante que no tenga uno. Pero qué nos puede importar que los arreglos florales
de tanto adornar no adornen. Nos gustan y punto.
Lo
mismo debe sucederle a Erlinda con sus sueños, le caminan por toda la casa como
chicos malcriados porque ella les ha soltado las riendas y ahora no hay quién
los pare.
Para
que me entiendan bien les diré un refrán que mi tía Alcira- mujer sabia- solía
decir: “Dime con quién andas y te diré quién eres”.Nosotras andamos en grupo,
como alborotadas jovencitas. Y Erlinda sólo anda con ella misma; así las
palabras que le nacen de adentro revolotean por donde les viene en gana hasta
que se organizan en imágenes. De ahí al soñar hay un paso tan corto y ágil como
el de una japonesa.
De
no ser porque finalmente sucedió lo que tenía que suceder con tanto descampado
alrededor, todavía estaríamos comiendo pastel de manzanas, oliendo cera y admirando
esa selva diminuta donde gomeros,
laureles, cerezos, araucarias y cipreses eran abrazados por ilodendros, tacos
de reina, rosas chinas y enamoradas del muro que, a fuerza de abrirse camino,
se enamoraban de cualquier tronco o superficie que se les cruzase.
A
veces, cuando me pongo a pensar en los nuevos dueños, me pregunto si el tesón demoledor
con que ellos transformaron el jardín rebelde en un patio embaldosado no se
habrá debido a que los sueños de Erlinda aún seguían enredados en sus árboles y
plantas.
Ya
no me cabe duda de que si Erlinda hizo lo que hizo fue para que sus sueños
vivieran.
“Qué
bien- dijimos nosotras cuando vimos el parque de diversiones que se había
levantado- ahora Erlinda no se sentirá tan sola”.
“No
hay peor ciego que el que no quiere ver”, también acostumbra a sentenciar tía
Alcira. Y nosotras no quisimos ver que ese monstruo de acero sería la perdición
de nuestra amiga.
Día
y noche, para convocar a los vecinos próximos y distantes, los altavoces
difundían una música que espantaba pájaros y duendes.
La
gente que aullaba en la montaña rusa, descabezaba muñecas y coronaba botellas
con aros de plástico, seguramente detestaba el murmullo del viento, el batir de
persianas, el silbido del paseante solitario, el trinar de las aves y el
lamento lejano del tren.
Después
de una noche en que la vigilia sólo estuvo poblada por los intrusos de enfrente
y que de sus cabezas no obtuvo ni siquiera el sueño más huidizo, Erlinda taponó
sus oídos, y se volvió a acostar.
Yo
me digo que tal vez sus sueños se unieron los unos a los otros como las sábanas
que el prisionero ata para huir de la prisión. Y me la imagino a Erlinda deslizándose
por ellas, olvidada de actos tan triviales como comer o despertar. Por eso,
cuando las chicas dicen: “Qué muerte triste la de Erlinda, enterrada viva en
esa casa y sin que nadie le tienda una mano”, yo pienso en sus sueños,
alineados como cerco de ligustro para defenderla de la mirada ajena, y me
vuelvo a decir: “Mi amiga Erlinda es feliz”.
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