El espejo de la ruta
Liliana Isabel González
Metida
en una nube de viento pedregullo y frío Amparo se arropó inquieta. Cada mañana
recorría instintivamente la distancia que separaba su casa en Tres Lagos, de la
ruta 40. El ripio grande y parejo estaba helado. Acomodó las cadenas en las
cubiertas que hoy estrenaba. Subió al auto.
Una ráfaga le cerró la puerta. Otra sacudió al coche. Estornudó una y
otra vez la tierra que había aspirado. Se escuchó insultando, algo que solo se
permitía estando sola. Hechó carcajadas, su juego secreto. Coqueteó en el
espejo. Encendió el motor y su fuerza. La necesitaba. Desde que había ingresado
al Frente Social, su tiempo quedó con permiso, hipotecado. La nafta y el gas
oil escaseaban. El paro en las petroleras desabastecía la vida y detenía su
andar. Las personas llegaban a pie al hospital. El dolor las direccionaba para
encontrar alivio. Allí lo recibían.
Extrañaba
a Vicente. En el último viaje coincidieron en Cabo Blanco. Dueños de sus tiempos,
amaron, leyeron, durmieron y rieron. Esas vacaciones, pedidas con varios meses
de anticipación, eran una postal a la que volvía cada mañana mientras manejaba.
La
rutina hospitalaria, la escasez y las
faltas, los interrumpía casi como el abrazo en el que ya no se encontraban.
Hacían más de lo posible. Transformaban cada
imposibilidad en una pregunta, en un cuestionamiento. Se habían
prometido honrar la vida. No conocían la resignación. ¿Sería ese el precio de
la distancia que los alejaba? Sonó el celular. Tuvo una corazonada. Frenó sin
mirar por el espejo retrovisor. Se detuvo a tiempo. Detrás del último sonido de
la campanilla escuchó ese hola tan esperado. Amparo lloró de alegría.
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