El cafisho y la Musa
Mistonga
Cora Stábile
Sí,
es desconfianza… y tal vez cierto temor… ese hombre que había entrado le
producía un escozor inquietante.
Él
observaba con atención todo el ambiente, controlaba sin disimulo los
movimientos de las personas que estaban allí reunidas y su gesto adusto y ese
seño fruncido no presagiaban nada bueno.
De
pronto llegó ella: era una morena espléndida, con ojos grandes y brillantes,
sus labios de un rojo intenso esbozaban una sonrisa desafiante.
Su
presencia fue advertida de inmediato por todos los que se encontraban reunidos
en el lugar. Algunos, sin disimulo, cuchicheaban entre ellos y sonreían
socarronamente.
Sí,
era la “Musa Mistonga” que había entrado
invadiendo de inmediato todos los rincones con su presencia.
La
mujer que atendía el mostrador advirtió que aquel desconocido había echado su
sombrero hacia atrás y, con cínica sonrisa, caminó lentamente hacia la joven,
le dijo algo y ambos se dirigieron hacia una mesa en el fondo del salón.
Hablaban
en voz muy baja, se los veía tensos, serios… de pronto el ruido seco de un golpe
cruzó el espacio. Las miradas de los pocos parroquianos presentes se dirigieron
hacia el fondo y vieron con asombro como un hilo de sangre asomaba de los
labios de la mujer en un rostro surcado por gruesas lágrimas. Mientras el varón sacaba varios billetes de su
bolsillo, los tiraba sobre la mesa y tranquilamente se alejaba sin volver la
vista atrás.
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