Hoy
escuché gritar a la Señora Meyer otra vez. Riñe al niño de los Gipson. El
pequeño tiene unos ocho años, pelirrojo, alto, de ese tipo de personita, que
los mirás y te preguntás hasta cuándo van a crecer.
Te
hacen recordar al pino que trajiste un día del vivero, en una lata de aceite. Frágil, pequeñito,
extraño. Ahora, te desafía rozando los tejados de la casa y ahuyenta los
pájaros que quieren picotear el alero.
-Te
dije que no quiero verte con ese barrilete.
-Me
porto bien, señora Meyer.
-No,
estás equivocado. Cada vez que tapás el sol, éste se enoja y se oculta entre
las nubes.
-Dice
mi padre que son fantasías suyas.
-Decíle
que llevo las cuentas. El sábado apareciste con tu juguete. En cuanto se
dirigió al sol, éste no apareció durante tres días.
La
señora Meyer tiene voz muy potente. Cantaba en el coro de la iglesia cuando era
joven. Aún conserva algunos rasgos de belleza en el rostro que cuida con suma
dedicación. Fomentos de agua de rosas y una crema cuya fórmula no daría nunca.
Las
cabezas se asomaron por las ventanas. Era cierto. Daba la sensación que al
Astro Rey no le gustaba que Arthur Gipson lo despreciara tapándolo, aunque sea
unos segundos.
Se
escuchó una de las voces.
-Romperé
ese molesto artefacto de papel. Después que lo usás, el frío destruye mis plantas
aromáticas. Ellas necesitan del sol para sobrevivir.
Todas
las cabezas de la comarca de Neshville asentían y se escuchaban conversaciones
encimadas.
Cierto
es que estamos en invierno, pensé, pero necesitamos esa calidez que ayuda a recibir
la primavera.
Esa
noche, durante la cena, comenté a mi esposo lo sucedido.
-También
yo, creo que no puede ser real.
-Sin
embargo, la señora Meyer ha hecho sus cálculos y su punto de vista es
confiable.
-Sí,
es una mujer sensata, pero, cambiemos el tema ¿sí?
Al
día siguiente llevé las niñas al colegio. El suave sol hacía agradable el
viaje. El camino está bordeado por palmeras y se veían sólo los autos del
vecindario. Después de atravesar un corto trecho de grava llegamos al edificio.
Tenía tres pisos y estaba muy bien conservado, a pesar de sus ciento veinte
años. Los arabescos de las ventanas, con forma de flor de lis, resultaban
atractivos. En el centro lucían un círculo dorado que les daba cierto aire
majestuoso.
Entraban
los alumnos abrigados, sostenían maquetas o llevaban mochilas multicolores.
En
el viaje de vuelta vi a Arthur en la terraza de un hotel abandonado. Él no me
notó. Detuve mi vehículo y lo observé. ¡Sí! Cuando tapó la moneda reluciente,
allá a lo alto, ésta se escondió.
Un
frío súbito y estremecedor, cubrió el interior del coche. Para mi descontento,
no arrancaba. Comencé a temblar. Después de varios intentos, logré que el motor
funcionara.
Espero
que las pequeñas estén bien.
Cuando
arribé a mi hogar la señora Meyer tiritaba mientras discutía en la vereda con
los padres de Arthur.
-Ya
ven, pronto caerá granizo. Arruinará mis sembrados. Y lo peor: mi esposo ya es
un anciano. Su corazón no tolerará este clima.
-Señora
Meyer, Arthur está en la escuela.- dijo el papá. Trataba de convencerla de algo
que él creía, era evidente.
Entré
a mi domicilio y me senté a reflexionar. Lo había visto con su barrilete. Había
faltado a clase.
¿Tenía
lógica la teoría de la Señora Meyer?
La
temperatura estaba tan baja que intenté hacer un café. Inútil. Las hornallas no
respondían. La pava eléctrica tampoco.
Sin
querer, miré la pecera. Los pececitos estaban muertos por congelamiento. El
agua era un trozo inmenso de hielo.
Me
sentí mareada. Me sostuve por medio de las alacenas colgantes. Llegué al
teléfono.
-Charles,
¿qué sucede?
-No
sé. Hay una ola de frío intensa.
-Es
imposible encender la cocina.
-Dicen
que el gas está congelado.
-¡Oh!.
¡No!
-¿Cómo
están las niñas?
-Iré
a buscarlas apenas me sienta recuperada.
-No,
quedáte sentada en el sillón. Iré yo.
-¡Charles!
-¿Si?
-Ví
al niño de los Gipson.
-Basta
de pamplinas, Margaret. Hay que actuar rápido.
Me
recosté un rato, hasta que oí un silbido. Era Arthur. Trataba de hacer creer
que había ido a la escuela. Debería tener el barrilete en la mochila. Se
dirigía a su casa.
Charles
regresó con Sharon y Helen. Estaban acalambrados por el temporal que se había
desatado.
Trajo
termos con agua caliente.
-No
se sabe cuánto durará esto.
Me
horroricé. Atravesaba el túnel de una pesadilla, donde la muerte era la
principal pasajera.
No
pudimos dormir a causa del viento helado que soplaba con furia.
Charles
logró prender el televisor, la gente moría en las calles. Los camiones no daban
abasto para recoger los cuerpos congelados.
La
señora Meyer lloraba a su esposo fallecido. Se escuchaban sus gemidos.
Mientras,
en un cuarto de una casa, un barrilete de colores, estallaba en carcajadas, sobre
el piso del dormitorio de Arthur Gipson.
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