ALGÚN DÍA
Y no te
callas, Oscar, y no te callas. Algún día dejaré de escucharte, no sé cómo, no
sé cuándo, pero algún día no te escucharé más. Si no fuese a causa de la
lavadora sería por cualquiera otro motivo, dices que estropeo todo lo que toco
pero a ti no te interesa saber que la lavadora lleva años funcionando todos los
días, no vas a perder la oportunidad de decirme torpe e imbécil. No te callas,
Oscar, y yo estoy muy cansada después de todo el día trabajando, los niños tan
revoltosos, tú con toda esa rabia, y aún me toca hacer la cena. Y tú insistes
en que no soportas mi dejadez. Conozco tan bien tus furias, Oscar. Es siempre
lo mismo. Ya lo veía venir. Me acusas de que no conseguiste el ascenso por mi
culpa, de que si tuvieras una casa presentable y una mujer capaz podrías
invitar al jefe a venir a casa, y ofrecerle una cena, pero no, con una mujer
como yo, ¿cómo podrías hacerlo? Lo peor es que te enfureces cada vez más a
medida que gritas conmigo. Si al menos me dejaras sola en la cocina, fritando
las malditas patatas, si al menos aquí yo pudiese tener un poco de paz o
silencio. Pero no, Oscar, tienes que cumplir el rito completo, del insulto al
puñetazo. No sé cómo ni cuándo dejaré de escucharte, Oscar, pero sé que algún
día pasará. Ya imaginé tantos modos de
cómo acabar con esto, de cómo acabar con todo, pero después pienso en
los niños, cuando no me tengas a mí para insultar y abofetear te volverás en
contra ellos, descargarás en ellos tus frustraciones, tus iras, tu violencia
descontrolada. No puedo más Oscar, no podré aguantar mucho más tiempo esta
puñetera vida. Algún día esto tiene que acabar. Ahora me atormentas a causa del
coche que no puedes comprar, de lo que sería tu vida si no te hubieras casado
conmigo. Me callo, Oscar, porque es peor cuando te respondo. Sólo deseas que te conteste
para pegarme. Algún día dejarás de
hacerlo, Oscar, no sé cómo, no sé cuándo, pero algún día será. Me da vergüenza cuando salgo al pasaje y las
vecinas me miran, todas las noches escuchan como me gritas, como me insultas, y
saben que me pegas. Y los niños tienen miedo, tapan sus cabecitas con la ropa
de cama cuando en la noche están acostados y te oyen gritar. Y ahora qué,
Oscar, también soy culpable de que la casa necesita pintura, de que tus
pantalones están mal planchados, y ahora qué, Oscar, ¿cuándo vas a callarte?
¿Cuándo tendré fuerzas para acabar con esto, para dejar de escucharte para
siempre? Algún día no estaré aquí, Oscar, ya no debería estar. Hay tantas
maneras de huir, el gas, el veneno, los raíles del tren. Algún día, Oscar. Si
no fuera por los niños… Ya te acercas y gritas cada vez más fuerte. No
descansas hasta que no me das una bofetada. Ahora me dices ramera y ya no me
callo: ¡ramera es tu madre! Grito para apurar el puñetazo que siempre llegará,
más tarde o más temprano, aprendí que mejor si más temprano. Era lo que
querías. Vienes hacía mí con aquella mirada que conozco tan bien, el aliento de
animal, la fuerza concentrándose en el brazo con que habrás de golpearme.
¡Ramera es tu madre! Vuelvo a gritarte. Y te acercas más. Mejor así, después de
pegarme te irás al cafetín emborracharte y lastimarte de la puta vida, y yo
terminaré de freír las patatas y daré la comida a los niños y me echaré en la
cama para llorar con la boca enterrada en la almohada porque no me escuchen.
¿Hasta cuándo, Oscar? Te miro con rabia de ti y con pena de mí, los brazos
caídos, la garganta seca. Ahora me dices puta. ¡Puta es tu madre! Consigo
gritar y giro la cara para esquivar el golpe, cierro los ojos y empiezo a levantar la mano para proteger el
rostro, pero el golpe tarda, el golpe no viene, abro los ojos y de repente veo.
Veo y comprendo. En una fracción de segundo tu mirada aterrada baja de mi cara
a mi brazo, de mi brazo a mi mano, de mi mano al mango de la sartén, del mango
del sartén al aceite hirviendo. No lo había pensado, Oscar, pero ahora lo veo
en tus ojos: hoy es el día.
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