LA INDESEADA
No recuerdo haberla conocido antes. O por lo menos no como ahora, quizás estuvo disfrazada con otros ropajes, con otro aspecto, mimetizada entre tantos problemas por resolver que no me percaté de ella.
Tuvieron que pasar muchos años para encontrarnos frente a frente, y a pesar de tener su rostro fijo en el mío, la negué. Una y muchas veces. Pero seguía ahí, metiéndose poco a poco en mi interior, socavándome lentamente, ignorando mi rechazo.
Como un virus me fue quitando. Llevándose de a poco mis cosas, astuta ladrona de sueños. No lo noté enseguida, creo que pasaron muchos meses hasta que mis intereses dejaron de interesarme. Primero fue el más sencillo, el café, ese que tomaba con gusto sentado en las mesitas redondas de la rue Camelie mientras miraba, sereno y calmo, a la gente que iba y venía frente a mí. Francis, el mozo, lo traía tal como me gustaba sin que tuviera que pedirlo, tan acostumbrado estaba a mi presencia. Su amable bon jour era parte de mi placer, me sentía bienvenido. Un día empezó a producirme náuseas, el pocillo humeante despedía olor a viejo, a lavandina gastada. Han bajado la calidad, pensé, mientras exigía que lo cambien. Fueron amables, lo reconozco, llegaron a traerme varios, pero con todos pasó lo mismo. Decidí entonces cambiar de lugar, caminé unas cuadras y me senté en el café de Flore, pero el pocillo humeante me supo tan desagradable como los anteriores. Creí que era algo del momento, algún malestar pasajero que me impedía disfrutarlo, pero no, insistí dos o tres veces más hasta que el café desapareció de mi vida.
Otro placer que me quitó malévolamente fue mi amor por el cine. Solía pasar dos o tres días a la semana disfrutando por igual de estrenos o viejos films de otras épocas. Tenía dos salas favoritas: para los estrenos siempre La France, un lugar espacioso y confortable, a pocas cuadras de mi trabajo. El Saint Leu, más humilde, estaba en un barrio alejado que me obligaba a viajar veinte minutos en autobús; a pesar del esfuerzo era el sitio ideal para emocionarme con aquellas inolvidables películas de mi juventud. Elegía casi siempre la primera función; apenas terminaba de almorzar le comunicaba a Nina que no iba a regresar hasta las cinco por una cita de negocios. Nunca le decía a qué cliente iba a visitar, evitando así la posibilidad de un llamado imprevisto. En esas primeras horas de la tarde, el cine estaba casi vacío, apenas cuatro o cinco personas en la soledad de las butacas de cuerina marrón. Era un condimento que le daba sabor a mis escapadas; sentía la amplitud a mí alrededor, los apoyabrazos disponibles, ningún ruido de papelitos crujientes ni cuchicheos molestos. Y entonces, empezaba la magia. El cine me llevaba de la mano, lejos de mí mismo, como en los sueños, tan lejos de mi realidad que cuando las luces se encendían sentía la rara decepción de volver a ser.
No puedo recordar con precisión, pero creo que aquella tarde lluviosa de fines de otoño, mientras me encontraba viendo "Al este del paraíso", la vieja película de Elia Kazan, tuve los primeros síntomas. Una necesidad irreprimible de orinar fue lo que mi mente le ordenó al cuerpo. Y me encontré afuera, pasando de largo el baño y caminando lo más rápido posible hacia la calle. En realidad, después me di cuenta, mi única necesidad era huir de esa sala y de esa película.
A pesar de todo, resistí. Pero cada vez que entraba a un cine, mi vejiga me presionaba de tal forma, que en pocos segundos me encontraba en la calle. No volvía a entrar, cosa que podría haber hecho porque a muchos de esos viejos films los conocía de memoria. Y no lo hice porque empecé a sentir dentro de mí como un crepúsculo que oscurecía todo, aunque fueran las tres de la tarde.
Un día la confronté: ¡Dejame algo!, grité bajo la ducha. Siempre había sido un placer el baño diario. Me gustaba sentir el agua bien caliente acariciando mi cuerpo junto con la espuma que me esmeraba en lograr con la esponja bien cargada. Sin motivo, empecé a bañarme día por medio, cada dos o tres días, cada semana.
Empecé a salir cada vez menos; ahora ya no lo hago. Ella viene a visitarme todos los días, nunca falta, aunque se lo ruegue.
1 comentario:
Apreciada Marisa:
Me dio gusto leer este texto.
Gracias por compartirlo, Carlos.
Un saludo cordial
Analía
Publicar un comentario