sábado, 1 de noviembre de 2008

MARISA PRESTI


EL VIAJE


Primero busqué los sueños, estaban un poco ajados, deslucidos, pero igual los tomé entre mis manos y traté de refrescarlos con mi aliento cargado de ansiedad. Después, lentamente, los acomodé como pude en un rincón de la valija. No me había quedado mucho lugar, las desilusiones ocupaban un espacio excesivo. Hubiera querido tirarlas, pero no me pareció honesto, eran parte de mí. Debajo, había doblado cuidadosamente los miedos, los puse al principio, cuando todavía mi decisión no estaba del todo tomada. Los ideales eran pocos, en una pequeña cajita habían entrado sin problemas, no ocuparon mucho espacio. Tomé dos o tres portarretratos de los afectos y lo envolví en papel de diario para evitar que se rompan. Las ansiedades eran demasiadas, se escurrieron por todos los rincones de la valija. Si las volvía a acomodar, se movían solas, como si un espíritu misterioso les impidiera quedarse quietas. Repasé mentalmente los preparativos; había olvidado el dinero y los documentos, pero entonces pensé que para un viaje de esta naturaleza no me eran necesarios. En realidad, la identidad, la verdadera, la que yo estaba buscando, no estaba impresa en ningún papel sellado. Era un desafío que debía correr aunque me costara dejar de ser quien era. Sentí el suave tic tac del reloj de la cocina, entre una cosa y otra empezaba a anochecer, hora ideal para abandonos de esta naturaleza. Cuando estaba por irme, me quedé mirando las llaves de casa, ¿las necesitaría? Era una travesía riesgosa, acaso sin retorno, y si lo hubiera tampoco estaba segura de volver sobre mis pasos. Al final, con decisión, tomé la pequeña valija y salí al exterior. La oscuridad se hizo de pronto más densa, como si el tiempo si hubiera adelantado, a tal punto que me costó dar los primeros pasos sin tropezarme con algunas piedras del camino. Miré hacia arriba y sólo divisé una pequeña estrella, decidí seguir su pequeña luz que apenas llegaba a alumbrar un poco la cerrazón de la noche. Caminé a paso rápido, sentí que de a poco los miedos que llevaba en la valija se habían soltado comprimiéndome el estómago. Respiré hondo, un frío me recorrió el cuerpo, y cuando me detuve, casi arrepentido de mi decisión, una añoranza pesada invadió mis sentidos: ¿dónde estaba la protección, dónde los brazos cálidos de mi madre, por qué me había obligado a mi mismo a salir de mi refugio? Nada me contestó, sólo el bramar de un viento álgido que se había alzado de repente y me dificultaba el camino. Angustiado, alcé los ojos para buscar la estrella; ya no estaba. Una lágrima gruesa se deslizó por mi mejilla; el corazón me latía con fuerza y las rodillas se debilitaron. Caí sin quererlo, y justo en ese momento vi la entrada de la cueva. Se veía oscura, desafiante, pero de alguna manera era la única posibilidad de refugio. Entré titubeante; el suelo áspero, cargado de piedrecillas dificultaba mis pasos. Miré frente a mí, y muy a lo lejos me pareció vislumbrar un pequeño resplandor. Encendí un fósforo que en segundos se apagó con el viento que corría suave pero persistente en el interior de la cueva. Estaba a punto de retroceder, de abandonarme a la noche oscura antes que al encierro, cuando sentí una voz: ¿Qué buscas? Quise asustarme, pero el tono era dulcemente cálido y algo superior a mi decisión me obligó a contestarle: busco mi sentido, mi camino…¿Lo has perdido?, preguntó la voz. Me arrodillé, recostándome contra la pared de la cueva. La pregunta me hizo pensar: ¿lo había extraviado o quizás nunca lo tuve claramente? La voz volvió a sonar a mis oídos con dulzura: si sigues adelante, hacia donde está la luz, puede ser que encuentres tu respuesta. El silencio volvió a rodearme; lamenté no escucharla más, no haber podido preguntarle quién era. Otra vez me quedé solo, y la angustia volvió, enredándose entre las piernas, oprimiendo mi estómago como si mil bichitos se revolvieran entre mis tripas. Quise llorar, pedir auxilio, pero me había endurecido de tal forma que casi no podía moverme. A mi lado, tantee la valija. Aunque eran pocos, sabía que llevaba algunos sueños y fueron ellos los que lograron levantarme, con dificultad, y avanzar hacia la luz. No sé cuánto tiempo caminé. Recuerdo el gran esfuerzo que mis piernas hacían, tanteando sin saber donde pisaban. De a poco, la luz se fue haciendo más clara y cuando estuve a unos pocos pasos lo vi. Un enorme espejo me reflejó entero. Era yo y al mismo tiempo no lo era. Porque la imagen tenía una belleza indescriptible…¿había acaso descubierto a mi espíritu?

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