sábado, 1 de noviembre de 2008

JAVIER MADEO


EL SECRETO DE LA REINA

I)

Tal vez y sin exagerar habrán sido más de cien, las tardes, las noches y las mañanas que se sentó junto a la ventana hasta que tomó la decisión…
Su rostro blanco, anguloso y delgado se calcó en el vidrio frío como un retrato, a veces interrumpido por un pequeño parpadeo y, más tarde, por lágrimas que caían rotundas y sinceras.
Para Leonor el hecho de pensar en la muerte era algo totalmente incomprensible, inaudito. No soportaba saber que algún día también iba a morirse. Muchas veces estando acostada en su majestuosa cama y antes que la oscuridad la envolviera se miraba los pies y pensaba: " Así estaré enterrada".
Leonor fantaseaba con que podía elegir el momento, el día, y el lugar para morir. Quería tener esa posibilidad, saludar a todos, de a uno, para luego caminar hasta el ataúd, levantar su vestido largo y entrar, primero con un pie y luego con el otro como si fuese a un bote. Mirar nuevamente a todos por última vez y recién ahí, sí, recién ahí, acostarse en la madera eterna y esperar el segundo final como se espera el sueño.
Aquella tarde no fue una más. Tal vez, y sin querer, en un instante de conciencia el hecho de verse tantas veces calcada en el vidrio de la ventana la terminó de convencer y por fin tomar la indeclinable decisión. Una decisión determinante, que al menos la aliviaría de tanta angustia, padecimiento y encierro. Su negación a envejecer se había trasladado a un segundo plano.
¿Era eso realmente lo que la deprimía? Definitivamente sí. Y esa idea, la única, fue el motivo suficiente para comprender que a la muerte había que tolerarla más que a la vida misma.
Cuando su esposo abrió la puerta de la habitación ella acababa de levantarse de la silla. Esta vez y como nunca le notó cierta frescura en su rostro pero no insinuó nada, la contemplo con la mirada y prefirió que el silencio se interponga entre los dos para luego decirle lo que ella ya sabía: - Debo marcharme.
Y así, con un tímido beso en la mejilla, casi desconocido y antes que Leonor contestara, se fue. Y otra vez, su mundo se reducía simplemente a una silla, una ventana y unas lágrimas, al temor de enfermar, sufrir y morir.
El día siguiente, era el esperado, no quería que nadie de la realeza se enterara. Su cómplice iba a ser sólo una persona, identidad que jamás divulgaría. Para ello debía moverse con total cautela y no provocar sospechas. Más aún, el hecho de que su esposo se hubiera marchado ya le había despejado suficiente terreno como para no tener que dar ningún tipo de explicación a nadie.
Ahora sí, de quien más debía cuidarse era de su hija Cristina. Su única hija, la heredera. Con la cual, jamás, pero jamás, bajo ningún punto de vista llegaron a conciliar y a tener una mínima relación como pueden tener cualquier madre e hija. Si bien Leonor, había perdido tres embarazos no significaba que por haber tenido a Cristina estaba feliz, plena.
Durante toda su vida recordaba sus primeros días como madre. Días difíciles y llenos de inexperiencia. Le había resultado doloroso amamantar y, constantemente, las heridas provocadas por su hija por no poder prenderse al pezón volvían a abrirse sin respiro. A eso se le sumaba que la heredera no dormía de noche y Leonor pasaba horas despierta intentando hacer cualquier cosa, casi desesperada con el afán de lograrlo. Pero todo fue en vano. Una noche, una cruel noche llegó a pensar algo extremo y llevarlo a cabo. La estranguló, sí, y mientras lo hacía fue interrumpida al escuchar los pasos de alguien acercándose, era su marido. Y así, esa vez la beba se salvó de morir. Pero Leonor no tenía paciencia, sus días se repetían y el calvario de criar a su hija aumentaba. Hasta que en otra oportunidad mientras Cristina lloraba de hambre, le arrojó desde una escalera una viga de madera al moisés y que por fortuna no llegó a golpearla.
Creo simplemente, que en la mayoría de los casos, parir en estas latitudes y en estos niveles sociales, era sólo por asegurarse la continuidad real.
Sus monótonas vidas las llevaban a no hablarse durante meses, ni siquiera mirarse, pareciendo sufrir alergia una de la otra. Se rechazaban, cada una desayunaba o almorzaba en distintos salones. Igual el resto de las comidas. Salones vacíos de amor, equidistantes, pero ocupados por mesas enormes y rodeadas por docenas de sillas innecesarias. Vajillas de plata brillante y ostentosa. Cuadros de los pintores más grandes del siglo y del anterior. Cortinas rojas de tul y seda, altas y largas encerrando aún más toda esa osadía, toda esa hipocresía absurda.

II)

Luego de una continua llovizna el cielo gris de a poco se iba descubriendo, las nubes escapaban hacia el norte librando a un puñado de estrellas opacas y a una luna minúscula que apenas iluminaba el camino. Un camino inhóspito y sinuoso, sin fin. Pronto sería recorrido bajo la
frialdad de la noche. Cada tanto, se oía el impacto del lazo
en el lomo de los caballos y el andar acelerarse. Custodiados a ambos lados por árboles solemnes como una guardia imperial, aunque a veces, agitados por el silbido de un viento lejano.
Luego de la última curva la marcha comenzaba a apaciguarse y, desde que el carruaje con sus ruedas embarradas y el galope de los caballos se detuvieron, hasta que golpearon la puerta tres veces, sólo pasaron unos instantes. En ese momento, tan esperado e intrigante, a Sebastien Bourdon le restaba doblarse una de las mangas de su camisa. Antes, se había preocupado por tener encendida una cantidad innumerable de velas y la salamandra. Había cubierto con una sábana blanca y limpia el sillón. Cuidadosamente colocó el lienzo sobre el caballete donde más tarde debía batirse a duelo con su cuadro más difícil, desafiante y jamás imaginado. Eligió sus pinceles, uno por uno. También su paleta, la cual sería su aliada en esta batalla, mostrándose como un escudo que lo protegería en los instantes más arriesgados. Por último, preparó sus colores frescos y determinantes.
Antes de que golpearan la puerta nuevamente, abrió. Rápidamente la visita impaciente entró llevándoselo casi por delante mientras que al mismo tiempo le dijo:
- ¡Buenas noches! ¡Cierre! Creo que me siguieron.
Sebastien no respondió, la miró pasar y obedeció. Traía un abrigo negro con capucha que descubrió una vez que el pintor terminó de darle dos vueltas a la llave en la cerradura. Caminó lentamente hasta ella y una vez que vio su rostro alto inclinó la cabeza hacia el suelo y le contestó:- Buenas noches su majestad.
Tomó su mano y la besó. -No me diga su majestad, Leonor esta bien, y no es necesaria tanta reverencia.
El artista se sentía impactado y esos segundos de puro silencio, donde fijaron sus miradas casi sin parpadear, fueron eternos. Ante su humanidad se encontraba la reina de Suecia. Estuvo a punto de hacerle una pregunta e intuyó que ella estaba algo tensa y nerviosa. Por eso prefirió ayudarla a relajarse y optó por esperar -¿Desea tomar algo?
Leonor sonrió tibiamente y respondió: Una taza de té estaría bien, y mientras el pintor servía con sumo cuidado, la reina comenzó a caminar por la sala observando minuciosamente las obras realizadas por el artista. Obras que daban muestra de la plenitud del estilo barroco, deteniéndose unos instantes en cada una y en medio de esa luminosidad amarillenta y acogedora, mezclada de sombras deformes que aclimataban el encuentro. El olor a vela derretida la había envuelto, obviamente no le agradaba, pero debió soportarlo porque por encima de todo estaba el deseo de que Sebastien lograra lo que ella necesitaba. Justo, minutos después, de las doce de la noche.
Se sacó el abrigo, lo apoyó en una silla y apenas bebió un sorbo de té. Esta vez el pintor no dudó y mientras doblaba la manga que le restaba de su camisa, preguntó: -¿Está segura del pedido que debo cumplirle?
-Por supuesto.
Entonces cuando usted disponga comenzamos.
-Como no, ahora mismo.
Sebastien tomó la taza de ella y la apoyó al lado de la suya sobre la mesa, y caminó hasta el caballete para asegurarse que todo estaba bien. Lo que menos imaginó cuando miró hacia el sillón, era encontrarse a la reina recostada, mirándolo y desnuda.
Nuevamente estaba impactado, acababa de enterarse que esa era la condición. No sabía que debía retratar a la reina de ese modo y la realidad comenzaba a punzarlo. Ese cuerpo blanco, delgado y de suaves curvas perfectas no se parecía en nada con las imágenes de probables monarcas que habían deambulado por su mente. Sebastien jamás había visto anteriormente a la reina de Suecia.
-¿Estoy bien así?. Preguntó.
Se acercó hasta Leonor y pidiéndole permiso le levantó levemente el mentón hacia la izquierda. Le acomodó un poco el pelo largo y negro y le pidió que su mano cubriera la pelvis.
Regresó al caballete, tomó su paleta, un pincel y mezcló sus primeros colores. La observó a Leonor y antes de dar su primera pincelada se dio cuenta de que la reina no le había obedecido. Su mano no cubría la pelvis, la dejó encima de su pierna a la altura de la rodilla.
Sebastien optó por no decirle nada pero ella se le anticipó. -Así, estoy más cómoda.
El pintor asintió con la cabeza, respiró profundo y comenzó…
En algún momento dudó de su capacidad pero a partir de los primeros rasgos fue ganando confianza y concentración. Se podía decir que estaba inspirado como en todas las obras que lo habían consagrado. Le preguntó a Leonor si deseaba descansar un poco, pero ella fiel a su tenacidad respondió que no.
Luego, donde el tiempo simulaba no transcurrir, todo parecía girar en medio de un universo cuyo centro era el caballete. Los rostros se sucedían. El de Leonor mirando al pintor y éste a ella y a su tela, una vez y otra vez.. Rodeados de esa luminosidad amarillenta y deforme. Abstraídos y en silencio, girando. Girando como la Tierra, el Sol y la Luna.
Aunque estaba acostumbrado a trabajar durante horas Sebastien se sentía totalmente relajado pero prefirió dar por terminado el primer encuentro.
En la siguiente noche la escena volvió a repetirse a pesar de que al pintor le costó encontrar la posición similar de la reina recostada. Y, mientras ella se exhibía solemnemente a Sebastien se lo notaba más tranquilo. Había despejado de su mente los temores y los nervios lógicos que demandaban las circunstancias.
Observaba segmentos de ese maravilloso cuerpo blanco con total impunidad, sin tener siquiera un segundo de insolencia. Sus ojos se posaban como una suave caricia en las manos de Leonor y en sus labios, en las piernas, en el cuello y en sus pezones rosados, una vez y otra vez.
Ella, paradójicamente, disfrutaba de una sensación placentera, única y extraña a la vez. Ni su esposo, el rey Gustavo II, había recorrido tramos de esa piel sedienta con total romanticismo, con total excitación.
Y mientras Sebastien se vanagloriaba con su obra tuvo tiempo de pensar algo sencillo. De preguntarse algo lógico que antes no se le había ocurrido.¿Por qué la reina quería un retrato desnuda?
Pregunta que jamás se atrevería a hacerle. Pero la respuesta sí estaba obviamente en la cabeza de Leonor, en la frescura de sus ojos y en el placer de su mirada. Esta brillante idea fue lo mejor que se le había ocurrido en años. El hecho de que existiera la posibilidad de hacerla real la mantenía feliz, viva. Había recuperado su sonrisa y confiaba ciegamente en él. Más aún, porque averiguando con cierta discreción quien era el mejor pintor de la actualidad, todos mencionaban al bretón, Sebastien Bourdon. Cuando el artista dio por concluido el segundo encuentro, miró a la reina y le dijo: -Puede vestirse. Leonor, fiel a su estilo no dudó un instante, caminó desnuda hasta el caballete y observó durante minutos y en silencio lo que se encaminaba hacia una gran obra de arte, como todas las obras del pintor.
Sebastien comenzó a limpiar sus pinceles y se anticipó:
-Necesito que me de diez días su majestad. En ese plazo su retrato estará terminado y podrá retirarlo, espero que mi trabajo la satisfaga.
Leonor permaneció en silencio y comenzó a vestirse, dando a entender que estaba de acuerdo. Lo que menos imaginó Sebastien era que luego de transcurrir esos diez días la reina iba a pedirle algo más…

III)

Al día siguiente, Leonor había vuelto a su vida real pero con otra actitud. Se sentía segura y contenta, confiaba plenamente en las virtudes de Sebastien. Sólo debía esperar, ser paciente y controlar la ansiedad. Pero lo que no podía controlar era su relación con Cristina. Parecían competir, constantemente. Vivían descalificándose una a la otra. Cristina no entendía, no toleraba porque su madre se deprimía. Porque siempre recibía esa imagen débil, insegura. En cambio Leonor seguía aferrada al pasado y no comprendía porque su hija era tan soberbia.
Cuando la reina fue a buscar el cuadro de su retrato, la obra se hallaba en el caballete y cubierta de una sábana blanca. La misma que Sebastien había colocado sobre el sillón para que Leonor pose desnuda esperando a ser descubierta.
Es ella misma quien tuvo el placer de hacerlo, y otra vez el silencio se adueño de dos personas. La reina no salía de su asombro, estaba maravillada, se veía calcada pero al mismo tiempo con una belleza por demás, exultante, llena de luz. Y Sebastien aguardando el veredicto.
¡Lo felicitó! Sentenció Leonor. -Gracias su majestad. Contestó el pintor.
Debo pedirle algo más Sebastien. -Sí, diga. -El cuadro debe guardarlo hasta que yo se lo pida. - Bueno…como no. Respondió el pintor, entre asombrado y sonriente. Mientras recibía la suma de ochenta monedas de oro por la obra. -Pero, disculpe su majestad esto es mucho más de lo acordado. -Ya lo sé Sebastien, el resto es por guardar el cuadro. No debe enterarse nadie. ¿Entiende?. -Sí, por supuesto.
Cuando Leonor estaba a punto de marcharse se dio vuelta y volvió hasta el artista acercándose a la boca de Sebastien. -Recuerde, nadie debe enterarse. Y se marchó. El pintor una vez más quedó impactado, vio alejarse a la reina y luego miró el cuadro. Cerró la puerta, apoyó su espalda en ella y permaneció en silencio, tal vez el pedido de Leonor le generó demasiada responsabilidad. No sólo debía esconder, ocultar y proteger el retrato, si no que, debía guardar un secreto. El secreto de la reina.
Una vez más, Leonor se encontraba en su monótona vida. Equidistante de Cristina, rechazándose y odiándose. Pero sólo una noticia, una sola las acercó en todo este tiempo. Si bien el conflicto entre católicos y protestantes duró tres décadas, es ahí donde el rey Gustavo II pierde la vida. Cuando ambas escucharon esta triste información, pareció que iban a confundirse en un solo abrazo consolador, pero no, las dos al mismo tiempo dieron un paso hacia delante y se detuvieron.
Posteriormente a todos estos hechos, años mas tarde, y durante el reinado de Cristina sus vidas se mantuvieron igual o peor. Lo nuevo eran los continuos comentarios que sucumbían los pasillos reales acerca de los amores de la nueva reina, con distintos hombres y algunas mujeres. Y, el nombramiento del bretón Sebastien Bourdon como pintor oficial de la corte de Suecia, y es ahí cuando meses más tarde exhibe una notable exposición de sus trabajos. Pero una, sólo una fue la que más admiración y asombro causó. Cristina con cierta desconfianza la miró a Leonor y ella sonrió.
La nueva reina se acercó al artista e irónicamente preguntó: -¿Perdón Sebastien quién es esta dama desnuda? Sebastien se encogió de hombros y tímidamente respondió: -Es una joven de la cual alguna vez me enamoré…
Hoy, en el museo del Louvre, el cuadro "La inmortal", aún permanece y en su costado inferior derecho se pueden apreciar dos iniciales: S. B.
Y, mas abajo: mil seiscientos cincuenta y cinco.

1 comentario:

Malkowsky dijo...

Mirá que loco!
encontré el blog porque despues de haber leído algunos escritos de "redes de papel" (el número 151) me puse a buscar en internet sobre la pintura "la inmortal", si existe o no, que onda...
Buena publicación! la rescaté de una pila de revistas de un escritorio, de una librería.
Saludos!