ADOQUINES
Camina en círculos. Sus pies recorren el mismo diámetro sobre el empedrado áspero y oscuro, mientras sus pensamientos parecen seguir la misma rutina. La noche había ido cayendo sin que se diera cuenta, ajeno, como estaba, a todo estímulo exterior. En la mente de Leandro se dibujaba una y otra vez la misma escena, y hasta las voces sonaban claramente en su interior. Ahora escucha a Clarisa, con esa voz tan íntimamente conocida como si fuera propia: Tenés que comprender, las cosas cambiaron, ya no soy la misma de antes. Leandro no comprende, la mira y la ve como siempre, con su pelo rojizo inundándole la frente, sus ojos de mirada profunda, su nariz respingada y juguetona. ¿En qué había cambiado? Las personas no siempre siguen igual, como vos, yo necesito aire, libertad, vivir otras experiencias.
Los pies trazan una y otra vez el mismo dibujo sobre la calle ajena y solitaria. Recuerda sus propias palabras: ¿Tres años juntos no significan nada?, los tirás por la borda, así nomás… Ella se inquieta, parece fastidiada. Descruza las piernas y sin quererlo, roza sus pantalones. Leandro se queda con esa sensación cálida en la pierna hasta que sus palabras lo vuelven a la realidad: No estoy tirando nada, esta fue una experiencia, un trozo de vida que compartimos con todo lo bueno y lo malo, ahora quiero otra cosa, ¿es que no podés entenderlo?
No puede entenderlo. El agujero que siente en su interior lo invalida de todo razonamiento, un vacío profundo que parece sumirlo en un inacabable movimiento de sus pies. Cuando ella se levantó y le dio un beso en la frente, Leandro intentó retenerla sujetándole la mano. Clarisa lo miró con un dejo de ternura, pero se desprendió lentamente apenas murmurando Adios.
Quedó solo en la mesa. Desconcertado, dolorido con dolor nuevo que le recorrió todo el cuerpo. La vida sin Clarisa no podía tener ningún significado para él. Terminó el medio vaso de cerveza que había quedado, dejó unos billetes sobre la mesa y salió del bar. Tuvo ganas de seguirla, de rogarle, de amenazar con quitarse la vida si ella lo dejaba, pero aunque hubiera querido hacerlo ya no se la veía. Recordó que siempre había caminado muy rápido o quizás había tomado un taxi en los pocos minutos que tardó en salir del bar.
Se sintió perdido. Los años de convivencia fueron para él una experiencia nueva, una escuela donde aprendió a desnudar sus sentimientos, a confiar en ese ser que cada noche le ofrecía la tibieza de su cuerpo. La voz de Clarisa le llegó nítidamente: Te amo, Leandro, nunca voy a separarme de vos, vamos a envejecer juntitos… ¿Cuándo fue que se lo dijo? Tuvo que reconocer que fue al principio, quizás a los dos o tres meses de vivir juntos, después, no sabe, no recuerda o no quiere recordar lo que pasó.
Da vueltas sobre el empedrado. No mira, no ve. Pero en su dolor, apenas percibe la luz potente de un automóvil sobre sus ojos.
Camina en círculos. Sus pies recorren el mismo diámetro sobre el empedrado áspero y oscuro, mientras sus pensamientos parecen seguir la misma rutina. La noche había ido cayendo sin que se diera cuenta, ajeno, como estaba, a todo estímulo exterior. En la mente de Leandro se dibujaba una y otra vez la misma escena, y hasta las voces sonaban claramente en su interior. Ahora escucha a Clarisa, con esa voz tan íntimamente conocida como si fuera propia: Tenés que comprender, las cosas cambiaron, ya no soy la misma de antes. Leandro no comprende, la mira y la ve como siempre, con su pelo rojizo inundándole la frente, sus ojos de mirada profunda, su nariz respingada y juguetona. ¿En qué había cambiado? Las personas no siempre siguen igual, como vos, yo necesito aire, libertad, vivir otras experiencias.
Los pies trazan una y otra vez el mismo dibujo sobre la calle ajena y solitaria. Recuerda sus propias palabras: ¿Tres años juntos no significan nada?, los tirás por la borda, así nomás… Ella se inquieta, parece fastidiada. Descruza las piernas y sin quererlo, roza sus pantalones. Leandro se queda con esa sensación cálida en la pierna hasta que sus palabras lo vuelven a la realidad: No estoy tirando nada, esta fue una experiencia, un trozo de vida que compartimos con todo lo bueno y lo malo, ahora quiero otra cosa, ¿es que no podés entenderlo?
No puede entenderlo. El agujero que siente en su interior lo invalida de todo razonamiento, un vacío profundo que parece sumirlo en un inacabable movimiento de sus pies. Cuando ella se levantó y le dio un beso en la frente, Leandro intentó retenerla sujetándole la mano. Clarisa lo miró con un dejo de ternura, pero se desprendió lentamente apenas murmurando Adios.
Quedó solo en la mesa. Desconcertado, dolorido con dolor nuevo que le recorrió todo el cuerpo. La vida sin Clarisa no podía tener ningún significado para él. Terminó el medio vaso de cerveza que había quedado, dejó unos billetes sobre la mesa y salió del bar. Tuvo ganas de seguirla, de rogarle, de amenazar con quitarse la vida si ella lo dejaba, pero aunque hubiera querido hacerlo ya no se la veía. Recordó que siempre había caminado muy rápido o quizás había tomado un taxi en los pocos minutos que tardó en salir del bar.
Se sintió perdido. Los años de convivencia fueron para él una experiencia nueva, una escuela donde aprendió a desnudar sus sentimientos, a confiar en ese ser que cada noche le ofrecía la tibieza de su cuerpo. La voz de Clarisa le llegó nítidamente: Te amo, Leandro, nunca voy a separarme de vos, vamos a envejecer juntitos… ¿Cuándo fue que se lo dijo? Tuvo que reconocer que fue al principio, quizás a los dos o tres meses de vivir juntos, después, no sabe, no recuerda o no quiere recordar lo que pasó.
Da vueltas sobre el empedrado. No mira, no ve. Pero en su dolor, apenas percibe la luz potente de un automóvil sobre sus ojos.
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