viernes, 7 de marzo de 2008

JORGE GROSCLAUDE



NO ME USAN

Ayer un hombre mató a su mujer". No pude impedirlo. Me enteré por un comentario de dos amigos viajando en subte.
En realidad casi no me entero de nada. "Una garrafa explotó en la casilla donde dormían cuatro niños, sus padres estaban en el trabajo"... "Violador somete a niña de seis años"...
Nada puedo impedir, debo permanecer impasible ante multitud de atrocidades, pues soy un ente abstracto sin más poder que mi propio sino: pasar y pasar. Si camino, mueren los que dependen de mí; Si me detengo, los que me necesitan, que a la postre es lo mismo. Y no daría abasto, a pesar de hallarme repartido por el mundo en millones de aparatos que me muestran sin vergüenzas. Y me siento inútil, hasta nefasto, por más que digan que soy como el oro.
"Ayer un hombre mató a su mujer"...
Si me hubiera detenido, tal vez el asesino se arrepintiese, y sin embargo cuantas vidas hubiese costado píntese, y sin embargo cuantas vidas hubiese costado la actitud mía. Tengo todo el poder, y lo padezco.
"Ayer un hombre mató a su mujer"
¡Cuantos hombres habrán matado a sus mujeres en ese instante, o un poco antes, o algo después... Y yo inmutable, recorriendo la fría pista con mis tontas agujas día tras día, holgazaneando indiferente... Debo hacer algo, tomar una determinación, ¿pero qué?...No puede ser que yo sólo cause tanto daño; aunque no sé si me tendrían en cuenta. Fíjese: está por estallar el Etna. Ya vomitó toneladas de lava y los que viven en el camino del horror esperan que se extinga. No va a extinguirse, está avisando ¡Es sólo cuestión de tiempo es cuestión mía! No me escuchan...
Los que viven en las islas: ¿No saben que año tras año se repiten las inundaciones? ¿Acaso se van? No, se quedan, sabiendo que el tiempo, "Que yo", únicamente yo, puedo salvarlos...
Los que están en guerra con sus vecinos, por generaciones ¿Qué esperan para usarme de una vez? Es cuestión de tiempo, es cuestión "de mí", redúzcanme, comuníquense, acérquense, pacifíquense, cuanto antes, que no muera un incidente más, aprópiense de mí, abrácense. Ejemplos tengo por millares, desde la propia creación. Este mismo que está escribiendo me malgasta con la mente en blanco, sin pensar que se le va la vida no dejará nada escrito, por perderme así.
Y no me saben usar, ya no sé cómo hacerme ver. Un día me voy a acabar, entonces sí... lo triste es que ni aún así me van a tener en cuenta. Te cuento un cuento truculento.
Acercate hijo, sentate a mi lado que voy a contarte una historia, de cuando tenía tu edad y era un chico lleno de fantasías que vivía en Moreno, en ese entonces desconocido pueblo del oeste, donde para mí sucedían cosas muy raras.
Un albañil, que no era de allí, cruzaba la plaza a la misma hora de la tarde con una mochila de herramientas, de la que sobresalían cabos y aparejos. Venía en camiseta sin mangas, descalzo y peinado. Era curtido, musculoso y muy alto, tendría cuarenta años, quizá menos, con ese desgaste que ostentan las gentes de trabajo rudo. Yo me preguntaba por qué siempre lo veía volviendo, nunca de ida a su trabajo. Empecé a madrugar cada vez más para verlo pasar hacia la obra. Fue inútil, hijo.
Lo seguí una tarde, quise ver donde vivía. Su paso resuelto me dejó atrás, muy lejos, me dolían los pies por el pedregullo, y el albañil caminaba descalzo...
Una mañana muy temprano, casi de noche, pintaba yo la verja de mi casa y pasó por detrás, como un fantasma. Lo presentí por el sonido de las herramientas entrechocándose. ¡Iba hacia el trabajo!... Dejé el pincel en el tarro y comencé a seguirlo, me llevaría cincuenta pasos; a pocas cuadras terminaba el pueblo bruscamente, abriéndose hostil el campo desierto: Matas hirientes de abre-puño y cortaderas, sembradas al azar por la naturaleza inundaban rudamente el suelo virgen. El hombre caminaba sin pausa, jamás se volvía.
De frente, nacía el sol, y su figura imponente parecía resplandecer sobre el cardizal. Sin duda se dirigía al cementerio viejo, ese que quedó en el olvido; estaba en una loma cercana, ahora hay gente allí que vive sobre antiguos muertos sin saberlo... ¡Cuantas veces, hijo, al clavar la pala habrán cortado una tibia sin el menor respeto, o revoleado una calavera sin detenerse a pensar...
Volviendo al cuento, hijo, me propuse descubrir cuál sería la tumba en que trabajaba. Ése era un cementerio pobre, nuestro pueblo era pobre y no había bóvedas, sólo alguna cripta confundida entre los pastos, cruces caseras, viento y soledad. Nada sobresaliendo del horizonte. Todo lo que había allí estaba bajo tierra. Pensé cuánto campo quedaba libre para enterrar tan poca gente, tan poco frecuente como era la muerte en mi pueblo; pensé que de no ser por las cruces, se podría tropezar con un sepulcro; pensé que mal momento sería pisar alguno, me habían enseñado tanto que no debía molestarse a los finados...
Sumido en mis reflexiones, había olvidado al albañil. De pronto no lo vi más. Tuve miedo, hijo, un miedo que nunca había sentido, echo de muertos y de mañanas soleadas. El sol había subido y las cruces, sin orden ni medida simulaban ramas secas desafiando al viento. ¿El hombre estaría acechándome, escondido en una tumba? No fui capaz de revisar una por una. Quise correr y mis piernas cobardes no respondieron más que para pisar el campo sin mirar atrás. Tropecé en una abertura y caí al lado de una escalera de cemento bajando a la oscuridad. Ni quise mirar adentro. A un costado, asomando del pastizal, una mano señalaba el cielo, mecida por el viento. Era un guante de goma, hijo, un guante que en otro lugar me hubiera dado risa. Debajo de un cardo en un zoológico. Mientras apuraba el paso, supuse aterrorizado que el albañil se transformaba el lagarto. Traspuse la última sepultura temblando como un conejo, y temblando desanduve el camino hasta el pueblo.
Esa tarde lo esperé pintando la verja, a la hora de siempre. El tiempo se fue y el hombre no volvió. Desde ese día, pregunté a mis padres y a todos mis conocidos por el albañil que trabajaba en el cementerio. Nadie lo había visto nunca, se reían y me echaban a broma, pidiéndome que no soñara tanto...
Para mi edad, me ofendí demasiado, querido. Yo era díscolo y susceptible como vos. Tuve que agregar a esta historia, que el lagarto arrastraba de la boca la bolsa con las herramientas... Al llegar aquí, se ponían serios, sólo así me dejaron tranquilo, hijo.

1 comentario:

Daniela Grosclaude dijo...

Es hermoso este cuento muchisimas gracias por publicarlo