viernes, 7 de marzo de 2008

FRANCISCO D. GONZÁLEZ


EL TIO THOMAS

En la esquina de Malabia y José María Paz en el barrio de Ituzaingó, Carolina detuvo su bicicleta cuando vio pasar a ese linyera que caminaba, rengo, con la vista perdida. Lo miró profundamente, como quién mira una foto del pasado, y estuvo a punto de decirle algo. Pero sólo fue un suspiro lo que salió de su boca. Sintió el corazón alterado, al igual que las piernas y las manos. El anciano, sin prestarle atención, siguió su camino, y Carolina volvió a intentar la palabra que no pudo pronunciar si no hasta mucho tiempo después, y fue para recriminarse. Quizás, porque había comprendido que debía esperar otros veinte años para volver a encontrarlo.
Su mente fue un remolino de imágenes tan felices y tan hermosas como solo pueden serlo los recuerdos de la infancia. Y cuando al fin pudo reaccionar, recordó, como si fuera una postal en color sepia, esas tardes llenas de sol que compartía con su tío Thomas. Entonces él ya era un linyera, pero un señor linyera. Un linyera tan amoroso y especial que nunca lo había dejado de querer: Cada vez que iba a visitarla Thomas le llevaba juguetes, regalos... Una vez le llevó una cajita de música. Carolina lo abrazaba con todas las fuerzas de las que disponía a sus pequeños seis años, sin importarle la ropa sucia, descosida, el mal olor ni la resaca del vino: Ella amaba a su tío linyera como a ningún otro. Thomas se tiraba a tomar el sol en el pasto, y no le gustaba nada a los padres de la niña que sentían vergüenza: Desde la calle podían verlo sucio, desparramado, y era un espectáculo que hubiesen querido evitar. Le ofrecían ropa, le ofrecían el baño para una ducha, pero Thomas no entendía más razones que las de su vida vagabunda.
Carolina me contó de los brazos cortados de su tío, de las curaciones que le hacían en su casa, del temor de sus padres en dejarla a solas...
Solían encontrarlo en terrenos baldíos, en la calle... Y cuando lo llevaban a la casa, la niña era inmensamente feliz. Pero un día desapareció de los lugares que solía frecuentar y nunca más volvieron a saber de ese hombre abandonado al ensueño del vino.
Veinte años después Carolina volvía a encontrarlo y no había podido pronunciar palabra: Veinte años pensando en él, haciéndose preguntas, extrañándolo... No estaba del todo segura, pero entre otros indicios había uno en particular que la había hecho pensar en él: su marcada renguera
Cuando Carolina vino a corregir sus poemas y me contó la historia no pude dejar de impresionarme. Con lujo de detalles habló de esos olores que ella había querido tanto, de cómo lo extrañaba, de su origen bastardo... El abuelo de Carolina, salteño y amigo del Cuchi Leguizamón, se había enamorado de una puta a quién dejó embarazada. De esa relación nació Thomas que fue criado por la abuela, pero nunca lo quiso ni lo pudo aceptar. En realidad nadie lo quiso, solo Carolina. Era lógico pensar que con los años este pobre hombre se hundiera en el alcohol y se hiciera linyera.
Le dije a Carolina que volviera a Malabia y José María Paz esa misma tarde, que lo buscara en el barrio...
Cuando se fue pensé en Thomas, y pensé en que debía escribir la pequeña historia de ese encuentro, y eso fue lo que hice día al día siguiente, en un descanso en mi trabajo.

No hay comentarios: