EL VIEJO LIBRERO
Alejo Urdaneta
Visitaba
el bibliófilo frecuentemente al librero de viejos ejemplares y cachivaches de
antaño. Memorias con olor a papel amarillo por obra del tiempo, la pureza de
las historias almacenadas en libros ya descoloridos. Y cuadros de pintura,
relojes detenidos. Anécdota y humedad.
Debajo
de un puente en el centro de la ciudad tenía el negociante la venta multicolor.
Era un lugar conveniente porque por allí pasaba mucha gente. Un espacio
bullicioso al que sólo llegaba el silencio en la noche. Y aun así, el amigo
librero aseguraba que después de anochecer se escuchaban voces de personajes de
la historia y de las letras universales. Lo decía en un tono bajo, enigmático.
Aquel
curioso visitante de la librería callejera sostenía con el dueño largas
charlas, mientras hojeaba libros y escrutaba pinturas de artistas famosos.
Siempre descubría algo bueno y lo pagaba con placer. Parecía que alrededor de
los anaqueles sobre el mobiliario, dispuestos en orden y protegidos por la
estructura del puente, viviese algo irrecuperable, y el librero lo sabía. Tenía
su clientela perseverante que le pedía buscar alguna obra literaria perdida, algún
álbum de música en discos ya vencidos por el uso. De todo podía hallarse entre
esos muebles maltrechos pero iluminados por tanta belleza secreta.
Y
el día de Navidad, cuando fue a la venta para dejar un saludo y beber una copa
de vino con su amigo, recibió de su boca la noticia: había decidido retirarse
del negocio y lo ofrecía en carteles fijados en la pared del puente. Se vendía
a un precio justo, dada la calidad de los libros y objetos de valor que
exhibía. Hubo ofertas en los días de diciembre, y pasó el tiempo de adviento y
regresó enero.
Enero
luminoso y la ciudad tranquila después de la locura de las fiestas de Navidad y
Año Nuevo. Poca gente transitaba por la avenida que pasaba debajo del puente.
El suave viento del primer mes y el frescor claro de este tiempo, invitaba al
paseo por la calle que remontaba hasta el centro financiero y las oficinas
públicas.
“¿Vender
mis libros y objetos de arte? Fue la frase que el asiduo visitante escuchó
decir al librero cuando llegó al puente. Le dijo de las ofertas de compra a
precios altos, pero él no asentía. Supo el amigo asiduo que ahora el viejo
tenía dinero y no necesitaba trabajar; que un impedimento insuperable había
sido la causa del desistimiento de retirarse del negocio de libros y todas las
obras que había acumulado en tantos años. Le dijo en forma terminante que nadie
podía valorar el tesoro que se exponía al calor y al frío, al polvo de la vejez
y la humedad. Y que esa era su vida.
Nada
podía responder el visitante. Era un argumento irrefutable el que exponía el
vendedor de antigüedades; y el otro lo comprendía. Bastaba recorrer los pocos
metros que tenía el sitio destinado a fondo de comercio. Al borde de la
algarabía de la calle, el silencio de la librería es expectante. Buen
negociante, conoce el lugar de cada libro, y algo más: sabe de la fecha de la
edición que tiene en venta. Sabe también que aquel cuadro con una pintura de
Pascual Navarro había paseado por bares y cafés del Este de la ciudad, y que su
valor de cambio de antes, irrisorio por su cortedad, tiene ahora un precio
multiplicado por la nostalgia.
El
vendedor prefiere los libros de viaje, algo que choca con su propia vida,
estancada en ese lugar desde que era joven. No sé cuáles serán sus sentimientos
o emociones cuando alguien le habla de los paisajes de Hungría, o de Francia,
del azul cielo de España. Si alguien le dice de los monumentos del tiempo el
librero se anima, se levanta de su taburete cojo, va a uno de los estantes y
saca un libro de historias de aventuras con dibujos de las naves de Colón.
Hay
palabras e imágenes que encantan; en ellas se oculta la poesía que el viejo
librero remueve al verlas de nuevo, siempre con ojos de sorpresa. Me mostró sus
tesoros y no encontraba la manera de decirme su duda. Por fin pronunció
aquellas palabras que todavía recuerdo cuando paso por la avenida y llego al
puente, ahora desalojado por una orden del Municipio: “Usted ha visto mundo, ha
palpado las costumbres y hasta los rasgos de otras razas. En cambio, el mundo
mío lo he construido a solas…” Era cierto. El viejo robaba de sus libros y objetos
de antaño vidas vividas, palpaba en el lomo de las ediciones in-octavo la
fragancia que el tiempo depositó, su mirada quedaba detenida en pinturas de
siglos pasados. En su imaginación debían retozar los bailes coloridos en la
campiña de Bretaña; y si volvía sus ojos hacia nuestro mundo cercano, el Mar
Caribe se encrespaba sobre la playa de piedra franca y grises soles, visto en
pequeños lienzos de aficionado, o de maestros caídos en el olvido. Y el viejo
no decía de su dolor cuando vendió estampas con paisajes de los llanos o la
niebla de la cordillera. Todo eso era suyo y lo había entregado. Sus emociones
vibraban todavía en aquel lugar de paso que permaneció por toda una vida, sólo
para él.
La
pregunta vino de repente: “¿Prefiere usted sus viajes, o le gustaría tener este
palacio del tiempo?" Hice un recorrido en el pequeño rincón, para mirar
todo aquello que mostraba el mundo de la ilusión, la aventura del hombre. En el
momento pude decirle que eran sus libros y joyas antiguas lo que deseaba,
porque era verdad que me atraían y me hubiese quedado con toda esa riqueza
convertida en sueños. Pero le dije que me inclinaba por los viajes, porque han
sido el motivo de mi vida de viajero ambulante.
Sólo
añadió: “¡Yo, que no puedo ser joven nunca más!”
En
sus manos sostenía el libro de viajes de Marco Polo, y en las paredes del
puente brillaba el color del mundo, en sus tonos innumerables.
Volví
a pasar, poco tiempo después, por el sitio donde estuvo la venta de libros y
curiosos objetos. Ya la Municipalidad había desalojado el lugar y destruido los
muebles y anaqueles que guardaron por tanto tiempo las reliquias del extraño
almacén. Quien pusiese atención quizás escucharía el batir de la espada de
Scaramouche, o creería ver en las paredes cuadros con paisajes remotos que el
comerciante de la memoria sólo conoció en su imaginación.
Del
destino de los libros y de tantos objetos valiosos nadie supo. El viejo librero
quizás vivirá todavía en otros lugares del mundo, con sus recuerdos, y estarán
sus reliquias dispersas y hasta perdidas o destruidas. Pero en cualquier lugar
donde estén, nunca tendrán la magia que rodeó el recoleto lugar debajo de un
puente en la ruidosa avenida.
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