Mentira en la mañana
Liliana Blasco
Las
dos últimas pinceladas lo dejan más conforme; se aleja unos pasos para contemplar
mejor la tela, cambia de ángulo una y otra vez, estira el brazo y su mano,
desde la distancia, va cubriendo parcialmente la figura azul de una mujer, que
lo mira impasible desde el brillo, también azul, de sus ojos húmedos de óleo
fresco. Sabe que es el dueño de esa mirada que cuida celosamente, y vuelca a
una y otra tela, modificando en su influencia hasta el aspecto de los perfiles
o las naturalezas muertas que pinta; su paleta desborda de azules tentativos,
hasta llegar al tono exacto de sus ojos, que siempre necesitan una pizca más de
cerúleo. Al debilitarse la luz natural en el taller, comienza la ceremonia de
limpieza de pinceles y, aunque siente el ruego desde la mirada azul,
multiplicada en las miradas de todas las telas, ahora cargadas de sombras,
oscureciéndose casi hasta llegar al Prusia, se despide.
El
abandono es momentáneo pero imprescindible, se impone como todas las noches la
caminata; la luna blanqueando las chapas de la estación abandonada, la plaza,
el caminito de los álamos.
Hasta
ese momento no se ha preguntado si ese recorrido es para confirmar su ausencia
o es-conde la esperanza de asistir a su llegada, pero la ceremonia se sucede
noche a noche, como en un ensayo interminable.
Las
trampas del hábito conduciéndolo de vuelta, la cena frugal hojeando el álbum de
fotos y la excusa de la guitarra para seguir dialogando con ella
Nadie
le da la bienvenida y aunque no es una sorpresa, le duelen las ausencias.
2
El
sol que la atormentó durante casi todo el viaje había desaparecido, de pronto,
detrás del monte de eucaliptos, después de la curva que lleva a la estación.
Con una escenografía impresionista de casas bajas, comenzó a prepararse, oyó el
último quejido de los rieles, tomó su bolso y bajó.
Única
pasajera en ese tren frágil, casi inmaterial, que volvió a partir, minutos después,
entre pitazos y humos grises. En el andén solitario el cartel de siempre;
"Las Bayas"; a su derecha el salón de señoras y al lado la oficina
del jefe de estación y la boletería, pero antes, los bancos de madera
descascarados, uno a cada lado, y todo envuelto en una leve niebla sepia de
recuerdos; recuerdos que se desanudan a través de esa primera mirada incierta,
mirada que borra otras miradas.
Como
impelida por una urgencia nueva, la mujer del bolso recorre el pueblo; camina
las calles, la plaza, el caminito de los álamos; en su trayecto se cruza con
algunas personas que cree reconocer, intenta un saludo que en ningún caso es
devuelto. Atisba en todas las ventanas, primero tímidamente y luego con un
descaro obsceno, como un rumor se mete en las casas y viola cocinas y alcobas a
su antojo. Decepcionada, regresa a la plaza, a la figura de piedra atemporal,
sucia de palomas, ve los canteros de prímulas y nomeolvides, los rosales en
flor, como en las fotos del álbum, y cree oír la risa de él y su música.
Después
un telón de plomo la envuelve, se enreda en un cansancio antiguo y se duerme.
Vuelve
a abrir los ojos exactamente en el momento en que él inicia la caricia y le
pregunta: ¿Volviste? Ya era hora....
Un
corto silencio de incredulidad o confirmación, y el desborde.... El hombre
reconoce la mirada azul, la boca mágica, inolvidable territorio recuperado.
Quiere saber, desentendiéndose de temporalidad y espacio, si vuelve para él.
Ella sonríe y vuelve la cabeza, él reencuentra ese perfil afilado que tanto ama
y comprende que convocar a los duendes es una trampa. Sabe que ese frágil equilibrio
entre la realidad y su deseo se deshace como esa sonrisa. Puede percibir el
borde, la frontera, el final del camino: la vigilia.
La
luz titilante del amanecer los sorprende volviendo a la estación. Es la hora en
que los sueños huyen, dice ella. Él sabe que deben despedirse.
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