Amanecer de un
día agitado
Gerardo Bare
Apenas
pude pegar ojo. Toda la noche dando vueltas en la cama. A las ocho tengo que estar
en la oficina y hacer todo lo que deje pendiente hoy, a las nueve pasan a
buscar las planillas y espero terminar a tiempo.
Por
fin logro dormirme y puedo sentir como me hundo en la profundidad de un sueño
que dura tan solo dos horas.
Alcanzo
a oír a los pájaros picoteando en mi ventana, abro los ojos, miro el reloj, son
siete y cuarto, necesito cuarenta y cinco minutos para llegar a la oficina.
Salto
de la cama, manoteo los pantalones y me los pongo, busco las medias piso un
zapato y tropiezo volando a la otra punta de la habitación, al caer doy con la
frente en la punta del escritorio, me duele terriblemente, pero no me importa y
agarro las medias y puedo sentir como un hilo caliente cae por el costado de mi
frente, me miro al espejo y veo la brecha que me había ganado con el golpe.
Busque papel higiénico y me tape la herida mientras con la otra mano intentaba
ponerme la camisa, ya son siete y veinticinco, me pongo un zapato pero no puedo
encontrar el otro que patee cuando tropecé, son las siete y treinta y cinco. De
bajo del escritorio en un cono de sombra descubro el zapato prófugo. Tiene
pegada mierda de perro, son las siete y cuarenta y todavía no me peine, me pongo
zapatillas, corro al baño a ponerme agua en el pelo e improvisar un peine con
mis dedos. Son siete y cincuenta, no llego a tiempo, me van a matar, entro al
ascensor y al llegar abajo me topo con José, el encargado que me espeta azorado: “que haces acá loco, son las
siete de la matina”.
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