Voces rotas en la ventana
Hernán Schillagi
«No sabés
lo que me hizo el cabrón de tu padre…», escucho que una voz femenina dice al
pasar por mi ventana que da a la calle. Dejo el libro de lado, detengo el
camino de la bombilla del mate hacia mi boca, paro las orejas y nada. El rumor
de un taconeo sigue su camino y se lleva una historia a la que nunca le
conoceré el final. Ni el comienzo. Pasa que esta vieja casa donde vivo,
construida por mi bisabuelo con sus propias manoshace más de 80 años, no tiene
jardín ni hall de entrada y tampoco un porche que nos aísle del traqueteo urbano.
Pienso que el nono Olimpieri salía del otro lado por la tarde a regar su
profunda huerta y recordaba -en un envidiable silencio- las aventuras que tuvo
como soldado camillero en la Guerra del 14. Pero, entrado el siglo XXI, mis
actividades cotidianas e íntimas conviven pared de por medio con el sonoro
estremecimiento de una calle transitada y locuaz: un taller mecánico, un
lavadero, parada de colectivos, una fábrica de conservas, consultorios médicos,
inmobiliaria, rotisería, centro de estética y, cómo no, una escuela con sus
turnos completos. Un ir y venir de cabezas fugaces que no dejo de observar
desde los postigos abiertos. Pero a veces, esas cabezas hablan, insultan,
lloran, o revelan secretos tan jugosos como fragmentarios. Son igual que esos
mensajes por teléfono que llegan partidos y nunca se terminan de completar.
«Vos tenés que ir con la frente en alto, un pedo se le puede salir a
cualquiera…», le dice una ¿madre/tía/abuela? a su ¿hijo/sobrino/nieto? Es aquí
donde estos microcuentos callejeros hacen que se nos dispare la imaginación
familiar. Entre nosotros, comienza un risueño debate, hay que decirlo, para ver
quién completa el relato del modo más original o estrafalario. También, nunca
faltan los que hace cien metros andan buscando señal: «Hola, sí, hola…», ni los
grupos de amigotes que vociferan hormonalmente conquistas nocturnas: «Después
del boliche nos fuimos a…», y mi morbo entra en sordera cuando lo único que me
queda son las risotadas cómplices al doblar la esquina. Hace meses que estoy
tentado de tener en el alféizar un anotador tras las cortinas, para así
registrar línea por línea un improvisado y furtivo poema de amor a las
ciudades. Sin embargo, toda ventana desde su génesis es indiscreta, como
sugería la película de Hitchcok. Hace unos días comprobé que, desde la
ventanilla del micro, una misma señora me espía por los escasos segundos que
las dos aberturas se enfrentan. Yo la veo pasar, ella me mira en mi atenta quietud.
«Entonces las palabras le cuentan lo que ocurre y le anuncian lo que
ocurrirá…», remata Eduardo Galeano, justamente, en el texto «Ventana sobre la
palabra». Pero ni la señora ni yo logramos oír siquiera una sílaba de lo que el
otro pronuncia. El silencio compartido, aquí, solo marca ortográficamente lo que
nadie se atreve a decir, aunque sea al pasar y a las apuradas: el inevitable
punto final.
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