miércoles, 25 de marzo de 2020

Hernán Schillagi


Voces rotas en la ventana  
Hernán Schillagi


«No sabés lo que me hizo el cabrón de tu padre…», escucho que una voz femenina dice al pasar por mi ventana que da a la calle. Dejo el libro de lado, detengo el camino de la bombilla del mate hacia mi boca, paro las orejas y nada. El rumor de un taconeo sigue su camino y se lleva una historia a la que nunca le conoceré el final. Ni el comienzo. Pasa que esta vieja casa donde vivo, construida por mi bisabuelo con sus propias manoshace más de 80 años, no tiene jardín ni hall de entrada y tampoco un porche que nos aísle del traqueteo urbano. Pienso que el nono Olimpieri salía del otro lado por la tarde a regar su profunda huerta y recordaba -en un envidiable silencio- las aventuras que tuvo como soldado camillero en la Guerra del 14. Pero, entrado el siglo XXI, mis actividades cotidianas e íntimas conviven pared de por medio con el sonoro estremecimiento de una calle transitada y locuaz: un taller mecánico, un lavadero, parada de colectivos, una fábrica de conservas, consultorios médicos, inmobiliaria, rotisería, centro de estética y, cómo no, una escuela con sus turnos completos. Un ir y venir de cabezas fugaces que no dejo de observar desde los postigos abiertos. Pero a veces, esas cabezas hablan, insultan, lloran, o revelan secretos tan jugosos como fragmentarios. Son igual que esos mensajes por teléfono que llegan partidos y nunca se terminan de completar. «Vos tenés que ir con la frente en alto, un pedo se le puede salir a cualquiera…», le dice una ¿madre/tía/abuela? a su ¿hijo/sobrino/nieto? Es aquí donde estos microcuentos callejeros hacen que se nos dispare la imaginación familiar. Entre nosotros, comienza un risueño debate, hay que decirlo, para ver quién completa el relato del modo más original o estrafalario. También, nunca faltan los que hace cien metros andan buscando señal: «Hola, sí, hola…», ni los grupos de amigotes que vociferan hormonalmente conquistas nocturnas: «Después del boliche nos fuimos a…», y mi morbo entra en sordera cuando lo único que me queda son las risotadas cómplices al doblar la esquina. Hace meses que estoy tentado de tener en el alféizar un anotador tras las cortinas, para así registrar línea por línea un improvisado y furtivo poema de amor a las ciudades. Sin embargo, toda ventana desde su génesis es indiscreta, como sugería la película de Hitchcok. Hace unos días comprobé que, desde la ventanilla del micro, una misma señora me espía por los escasos segundos que las dos aberturas se enfrentan. Yo la veo pasar, ella me mira en mi atenta quietud. «Entonces las palabras le cuentan lo que ocurre y le anuncian lo que ocurrirá…», remata Eduardo Galeano, justamente, en el texto «Ventana sobre la palabra». Pero ni la señora ni yo logramos oír siquiera una sílaba de lo que el otro pronuncia. El silencio compartido, aquí, solo marca ortográficamente lo que nadie se atreve a decir, aunque sea al pasar y a las apuradas: el inevitable punto final.



No hay comentarios: