miércoles, 20 de noviembre de 2019

Juan Pérez



                     
Las tres piedras 
Juan Pérez

Recuerdo que estaba caminando hacia la parada de un colectivo para llegar a mi casa, cuando, al doblar por una esquina, me encontré en la boca de una extraña cortada; donde todo, incluso el cielo y las personas, se veía en blanco y negro, como en una película antigua. Observé que a lo largo de la cortada se desarrollaba lo que parecía ser una feria de artesanos. Sentí entonces curiosidad y me dirigí hacia allí.
Mientras recorría los puestos
-veintidós en total-, uno de ellos me llamó la atención. Consistía en una pequeña mesa de tres patas que, sorprendentemente, parecía mantenerse en perfecto equilibrio. (No sé por qué, en aquel momento se me ocurrió pensar que la pata que le faltaba era yo). Sobre la mesa, dispuestas en hilera, había tres pequeñas piedras talladas en forma de reloj de arena. A diferencia de todo en aquel lugar, se veían en color: la central era azul y las otras dos eran rojas. El dueño del puesto era un hombre joven de rizados cabellos
rubios que llevaba un extravagante sombrero. Al notar mi interés por las piedras, señalándolas con la mirada, me dijo sonriendo:
-¿Son lindas, no?
-Sí- le contesté. Son muy llamativas, sobre todo en este lugar… -¿A qué clase pertenecen?
-A la que usted quiera- me respondió con tono despreocupado-. Por mi parte, las llamo Ayer, Hoy y Mañana. Aunque ellas se conocen entre sí por otros nombres.
Yo esperaba otro tipo de respuesta. Pero no tenía mucho tiempo, así que no insistí sobre la cuestión de la clasificación de las piedras, y me apresuré a conocer el precio que pedía por ellas.
-¿Cuánto cuestan?- le pregunté tratando de no parecer demasiado interesado.
- Tres pesos cada una- me respondió con voz amable pero sin mirarme a los ojos, ya que parecía tener su mirada perdida en el suelo.
-¿Cuánto me cobraría por las tres?- le dije con intenciones de regatear; aunque lo hice solamente por costumbre, ya que en realidad me parecían baratas.
El hombre pensó unos segundos y luego me contestó tranquilamente:
-Doce pesos.
-¡Pero si cada una vale tres pesos!- repliqué sorprendido, a pesar de que me seguía pareciendo un buen precio-. A lo sumo, me debería cobrar nueve -continué-. Aunque, si me llevo las tres, pienso que me podría hacer alguna pequeña rebaja.
-Pues yo no lo veo así- me contestó el artesano-. Si en lugar de llevarse las tres ahora, usted se lleva una o dos, deberá regresar otro día para comprar el resto. Esto le ocasionará una pérdida de tiempo; y además, si este lugar no le queda cerca, deberá gastar dinero para viajar hasta aquí. Por otro lado, son muy bonitas y se encuentran muy baratas: si deja alguna, será difícil que la encuentre otro día. Como puede ver, adquirir de una vez las tres piedras tiene sus ventajas, y por eso le cobro tres pesos adicionales.
Me pareció que su razonamiento encerraba alguna trampa. Sin embargo, no pude encontrar un argumento sincero para replicarle. Saqué entonces de mi billetera un billete de doce pesos, le pagué, tomé las piedras, las introduje en un bolsillo del pantalón, y me encaminé hacia la parada del colectivo que me llevaba a mi casa.
Al llegar, por la noche, hallé decenas de papelitos desparramados por todo mi departamento -un reducto amenazador y peligroso donde vivo solo-. “¡Oh!, ¿de dónde habrán salido estos nuevos fantasmas?”, me pregunté perplejo. Cuando los examiné de cerca, me percaté de que eran pedazos de hojas de cuaderno. Estaban escritos a mano, con una letra que me resultaba desconocida.
Sentí curiosidad por conocer su contenido, así que busqué la cinta adhesiva y me dispuse a unir los pedazos. A continuación transcribo lo que obtuve:
“Al subir al colectivo, me llamó la atención una mujer anciana de pelo muy blanco que se encontraba sentada en la última fila de asientos. Llevaba una túnica azul y leía un libro bastante grueso de cubiertas amarillas. A ambos lados de la mujer, vestidos enteramente de rojo, se sentaban dos niños que le llegaban hasta los hombros. De repente, mientras los observaba, pude ver como los tres —la mujer y los niños— se fundían en un triángulo perfecto y blanco, que parecía dibujado en el cristal del enorme ventanal trasero del colectivo. Sin poder apartar la vista, advertí que en el triángulo comenzaban a surgir imágenes. Al principio no podía entender de qué se trataba; pero luego me di cuenta de que, como si fuera en una pantalla de cine, se iban proyectando escenas de mi vida. También reparé en que todo sucedía en orden cronológico inverso. Es decir, a medida que transcurría el viaje, iba observando situaciones de mi pasado cada vez más remotas. Cuando llegué, por fin, a visualizar el momento de mi nacimiento, el triángulo se volvió otra vez de color blanco, y al instante desapareció. Me sentí entonces como si me hubiese despertado de un sueño. La mujer y los niños ya no estaban; excepto por el conductor y por mí, el colectivo se encontraba vacío. Pronto me percaté de que me había pasado de la parada donde debía bajarme. Así, me dirigí hacia la puerta y oprimí nerviosamente el botón del timbre para descender lo antes posible, hasta que por fin el conductor me abrió. (Quisiera destacar que, a pesar de mi insistencia, el conductor sólo abrió la puerta del vehículo cuando llegamos a una parada, y no antes).
”Ya en la calle, en una esquina, esperando para cruzar, me encontré con un problema imprevisto: el hombrecito del semáforo no se hallaba en ninguna de sus posiciones habituales, sino que estaba de cabeza. Además, no presentaba un color uniforme: sus piernas eran rojas, mientras que el resto del cuerpo era azul. Otro aspecto curioso era exhibía una larga y desordenada cabellera. Presa del desconcierto, quise saber cómo se las arreglaban los demás transeúntes; pero no vi a nadie a mi alrededor: la calle estaba desierta, ni siquiera pasaban autos. En signo de imploración, junté ambas manos y alcé la vista buscando el cielo; pero inesperadamente mi mirada se encontró con las baldosas de la vereda. Me di cuenta entonces de que me hallaba de cabeza, suspendido en el aire… Así permanecí por un rato, pensando en cómo podría salir de aquella incómoda situación. Hasta que, repentinamente, la calle se volvió a poblar de personas y de coches apurados. Fue algo espontáneo, como por arte de magia. Todos aparecieron de una vez, sin que los viese llegar de ninguna parte. Entonces, mi vista se comenzó a nublar y finalmente me desmayé.
”Como tantas otras veces, desperté en el medio de la calle. Sin atreverme a subir a un colectivo, regresé a mi casa caminando. Llegué por la noche, bastante tarde. Como no sentía hambre ni sueño, me dispuse a redactar —en mi cuaderno de tapas amarillas— una breve descripción de mi aventura. Pero antes quise escribir lo que todavía recordaba de un sueño que había tenido la noche anterior. Un sueño acerca de unas extrañas piedras y de un artesano de sombrero extravagante, quien me hablaba con la mirada perdida en el cielo, mientras un perro —al que le faltaba una pata— permanecía a su lado. Pero cuando concluí mi redacción, noté que la letra me había salido horrible. Pensé entonces que si llegaba a las manos de mi anciana y canosa maestra, la muy bruja encontraría un nuevo argumento para hacerme repetir el grado. Así que arranqué las hojas del cuaderno que contenían el texto que acababa de escribir, y las destruí en pedazos; las deshice: estoy seguro (¿”?).



No hay comentarios: