miércoles, 20 de noviembre de 2019

Carlos Margiotta



LA CASA Carlos Margiotta

La imagen de Severo Pasionne colgaba en el centro de la pared del living de la casa. Era un gran retrato en blanco y negro encerrado en un marco ovalado de madera en posición vertical. El hombre estaba vestido de etiqueta con un saco oscuro y un chaleco cruzado príncipe de Gales. La foto, seguramente tomada en algún estudio de la época, lo mostraba hasta la cintura. Su rostro era como su nombre, y en los ojos podía verse cierto brillo de picardía que aludía al apellido. Cerca del ventanal que daba a la calle encontró otro cuadro ovalado pero dispuesto horizontalmente, con las imágenes de una bella mujer vestida con traje de novia junto a la figura de Severo. Después pasaron a ver los dormitorios de techos altos con grandes placares sobre una de las paredes. Entre ambos había un baño que incluía un calefón a gas y un pequeño ambiente donde desembocaban las habitaciones, era lugar ideal para poner un pequeño escritorio con la computadora, pensó. Uno de los dormitorios terminaba en un gran patio interno lleno de grandes macetas vacías que terminaba en un gran árbol junto a la medianera del lote contiguo.  -La familia luego de la muerte del doctor se fue del país rápidamente para radicarse en Italia. Nos dejó los papeles de la sucesión y un poder general para la abogada que se ocupará del tema. Nosotros todavía no tuvimos tiempo para la ingrata tarea de preparar la casa para su venta. Esperábamos hacerlo cuando apareciera algún comprador. Usted el primero que la visita -Dijo el agente inmobiliario. -Me interesa, no se molesten yo me ocuparé de todo, contestó  el hombre antes de dirigirse a la oficina del vendedor y dejar una seña. La casa estaba en esa orilla imprecisa que existe entre los barrios de Chacarita y Colegiales. Casas bajas, poco ruido, frondosos árboles, y la avenida populosa de colectivos y negocios comerciales a cuatro cuadras. Era lo que Rodrigo buscaba, un lugar tranquilo para instalar su vivienda y su estudio de arquitectura. Además lo atraía el desafío de reformar la propiedad para mostrar sus habilidades en el diseño y la decoración. Rodrigo era un hombre joven y solitario, dedicado a su profesión y amante música. Pocas semanas después volvió con las llaves del inmueble. Cuando entró reconoció ese viejo olor a humedad que le trajo recuerdos de la infancia. Su padre, oficial del ejército muerto en combate en la guerra de Malvinas, y de su bella madre a la que visitaba todas las semanas en el neuropsiquiátrico donde hacía años que estaba alojada.  Bajó la mochila de la espalda y saco unas bolsas de basura donde pondría las cosas abandonadas de los antiguos dueños. Cuando levantó la persiana del living vio salir a un pájaro negro del taparrollo (o era un murciélago), y abrió todas las ventanas de la casa pera ventilarla. Sacó el metro digital y empezó a tomar las medidas necesarias para hacer un plano de la propiedad. En la enorme cocina dibujó un esquema donde pensaba tirar una pared para integrarla al living, y en la puerta vidriada que daba al patio descubrió una escalera empotrada el la pared que podría ser un acceso a la azotea.  Rodrigo tomaba nota de cada detalle e imaginaba el ambicioso proyecto que le llevaría meses de trabajo. Se sentó en un cajón de fruta que estaba sobre la mesada y prendió un cigarrillo. El rompecabezas de azulejos que cubría las paredes de la cocina le hizo pensar el sacarlos y reemplazarlos por una buena pintura lavable. Tiró el pucho en la rejilla del piso de baldosas (habría que sacarlas) y se dedico a llenar las bolsas de residuos para dejarlas en el cordón de la vereda al final del día. Papeles, trapos, barajas españolas gastadas, vajillas rotas, alguna ropa vieja y recortes de diarios. En uno de los placares encontró un estetoscopio, unas pinzas de obstetra y le llamó la atención un atado de diarios Crónica que decidió guardarlos. También había un diploma de médico y una caja de zapatos repleto de fotos familiares en blanco y negro que miró rápidamente antes de dejarlo en el primer estante. Llevó las bolsas de basura y las dejó junto al árbol del pequeño jardín que daba  a la calle. Vio asomarse por la ventana a una vecina de enfrente  y regresó para tomar sus pertenencias imaginando las reformas a realizar.  Terminó de anotar los artículos que debería comprar para empezar la obra, se lavó las manos y la cara en la pileta del baño (hay que cambiar el calefón de lugar) y salió. Cuando estaba por subir al auto le preguntó a un transeúnte donde podría encontrar una cerrajería. -Aquí a la vuelta, le contestó. Levantó su mirada y sintió que lo estaban observando.  
En los días siguientes dispuso de la pieza que daba al patio para mudar sus cosas y vivir un tiempo mientras dos albañiles de confianza comenzaban a con los arreglos de las otras habitaciones.  Rodrigo dirigía los trabajos puntualmente, iba y venía comprando suministros para la refacción y ocupándose de la comida para los obreros. Por las noches iba a cenar en un boliche cercano y se acostaba tarde pensado en las tareas del día siguiente. A veces escuchaba música clásica de su equipo de audio que descasaba sobre una pila de libros en el piso. Otras, movido por su curiosidad, se dedicaba a mirar las viejas fotos que había guardado de los anteriores habitantes. Son tres generaciones, pensó al verlas por primera vez: el abuelo del cuadro, sus cuatro hijos y sus nietos que tenían la edad de sus padres y después aparecían algunas fotos en color de los bisnietos, supuso. En la medida que avanzaba la obra su interés por conocer la historia de los Passione y su familia crecía. Entonces se arrepintió de haber arrancado las fotos colgadas en la pared principal para quedarse sólo con los marcos ovalados. Una mañana uno de los albañiles lo llamó sorprendido para entregarle un paquete envuelto en una bolsa de plástico conteniendo un manojo de cartas que habían encontrado cuando estaban derribando la pared de la cocina. Rodrigo estuvo tentado de mirarlas de inmediato pero decidió guardarlas para más tarde.  Esa noche, inquieto, se fue a comer llevado algunas cartas y se las puso a leer lentamente mientras esperaba la cena. Eran cartas de amor escritas en tinta azul como el de una lapicera estilográfica, su lenguaje romántico estaba cargado de un alto erotismo. Las mismas no llevaban firmas y estaban encabezadas por las palabras “mi amor”. Sin embargo quedaba claro cuales habían sido escritas por un  hombre y cuales por una mujer. 
Al volver a la casa no hizo otra cosa que desplegar el resto de las mismas para seguir leyendo hasta la última carta, la del adiós. 
Esa noche lo ganó el insomnio, tenía miedo que volvieran los fantasmas de la infancia cuando escuchaba discutir a sus padres (ahora lo recordó) y volvió a sentir el llanto desconsolado de su madre en el dormitorio. 
 La obra avanzaba como estaba previsto y la primavera asomaba en los árboles del barrio. Dejó la pieza en la que vivía para que los obreros la arreglaran y se mudó habitación contigua cuya ventana daba a la calle. La pintura sería el final de obra pero antes tendría que revisar la azotea y solucionar el tema de las filtraciones. En un futuro, pensó, podría levantar un primer piso donde alojar a una familia.       Los domingos visitaba a su madre y le contaba las novedades sabiendo que ella vivía en otra realidad. Caminaban por el jardín del hogar, y almorzaba con ella. Un día, al despedirse su madre le dijo al oído: “Tené cuidado en esa casa”

CONTINUARA



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