jueves, 29 de agosto de 2019

Celia Martínez

                                El sutil encanto de las sombras  

Celia Martínez

 

Caía la tarde en el campo. Estaba sola en su casona con la estufa de leños encendida y su viejo ovejero a su lado.

Como siempre, vinieron los recuerdos de la niñez, la juventud y de cuando la casa era pura algarabía.

Cuando atardecía, esa hora en que se ve y no se ve, era el momento de montar el caballo y correr al viejo ombú, donde ella, Rosana, la esperaba. La excusa era su paseo sobre Yatasto en la hora en que no hacía tanto calor. Las sombras se sentían mover y juntas inventando figuras fantasmagóricas que sólo nombraban.

Rosana era su amiga, “su otra persona”, decía Milita, con quien no la dejaban jugar. Era la hija de los caseros, y esa diferencia social la marcó la  toda la vida.

Cuando se marchó a la ciudad para estudiar prometió escribirle. Lo hizo durante un tiempo hasta que la costumbre se fue abandonando. Sus quehaceres y salidas con sus nuevos amigos y la ciudad intensa la devoraba los días.

Milita había enseñado a leer y escribir bajo las sombras del aterdecer. Rosana devoraba sus cartas y comenzó la escuela para poder aprender mejor pero poco a poco se fueron distanciando. Aunque cda tanto lo hacían para las fiestas, los cumpleaños y otras celebraciones. Aquellas largas charlas cuando oscurecía quedaronn en el recuerdo con un encanto lleno de risa y aventuras chinescas.

Un día Miita volvió de la ciudad y se instaló en la casona campestre, sus padres se habían radicado definitivamnete en Buenos Aires, pero ella extrañaba el lugar.

Ni bien llegó corrió a ver a su amiga, que por entonces se había casado y tenía dos niños.

Rosana empezó a trabajar otra vez en lo de su amiga. Volvía a su casa a la noche, donde la esperaba un marido alcohólico  que la golpeaba.

Cada mañana Rosana venía de su casa riendo y cantando la despertaba una canción feliz, y olor a café. Escuchaban las canciones de Gilda, o de Rodrigo, y a medida que transcurría el día la Rosana que se iba oscureciendo con las sombras del atardecer.

Milita veía cruzar su sombra en la noche por el oscuro campo cuando partía.

Un día murió repentinamente el marido de Rosana, de una extraña infección.

Milita fue creciendo. Ella amaba su verde, su cielo, sus animales y de a poco la fue ganando el placer de la soledad.

Ambas mujeres pasaron décadas juntas y solas compartiendo los recuerdos en los crepúsculos bajo el ombú.

Ya nadie podía las separarlas, solo la muerte. Esa tarde Milita acababa de venir del cementerio después de despedir a su entrañable amiga.

Se quedó dormida en el sillón, al amanecer no hubo risa ni cantos ni olor a café. Perezosamente se levantó, puso la radio local y volvió a escuchar la noticia sobre el accidente, apagó el aparato.

El atardecer trajo las sombras,  los recuerdos. Se acurrucó entre el chal y el sillón. Las últimas figuras del anochecer se fueron apagando lentamente hasta que se hizo noche.

Elvira, la nueva compañía, le trajo un caldo que tomó sin ganas. Así pasó varios días con oscuras tardes y sombras.

Una mañana mientras  Elvira cubría los muebles y amontonaba el equipaje, Milita y el viejo Dark recorrieron el campo, y la casa para despedirse.

Los hombres cargaban el camión de mudanza. El rematador Pacheco, envolvía con cuidado los objetos que Milita dejaría para vender. Después llegó el auto que la llevaría definitivamente. Se llevó con ella a su viejo compañero Dark sabiendo de que no soportaría el cambio.

Fue un largo viaje.

A la mañana siguiente de llegar hizo abrir todas las persianas, y por la tarde predió todas las luces.

No más caídas del sol, ni crepúsculos, ni sombras…

A pesar del cambio Dark permaneció enhiesto al lado de su ama humana.


No hay comentarios: