Arturo
Raúl López (1958)
jueves, 29 de agosto de 2019
Arturo Raúl López (1958)
SOMBRAS
Era de
noche. La sombra vagaba por las calles, una sombra vacilante, sin dimensiones.
Triste, se diría.
El
viento, viajero incansable, eterno buscador de situaciones nuevas, de motivos
distintos, azotaba las copas de los árboles que, a su paso, inclinaban la
cerviz humildemente, y hacía balancear los faroles que inútilmente trataban de
penetrar en la noche, con la intención de descubrir a esa sombra que huía sin
huir, que se desdibujaba, se esfumaba...
Pero no
era una sombra vulgar. Tal vez su historia –pues todas las sombras tienen
alguna- fuera interesante. Y esa historia, como la de todas las sombras, sólo
la conocen las nubes; sus fieles amigas. Mas, ¡para qué querer averiguar una
historia que nunca se conocerá! Porque el lenguaje nebuloso es incomprensible
para los seres humanos...
De
pronto, la sombra se reanimó. Ya no era una masa informe, aplastada,
unidimensional, no... La sombra crecía, tomaba impulso. Ya se deslizaba velozmente
por la calle.
¿Corría,
en verdad?...¿O era un milagro de luz y sombra, o el viento en otra de sus
raras cabriolas, o el farol que repentinamente horadaba las tinieblas, o...?
No; la
sombra cubría velozmente la calle, dirigiéndose hacia el final de ésta, dónde
ya se veía sonrosar la aurora. ¡Ironías del destino!... Una sombra corriendo
hacia la luz, hacia su mortal enemiga!...
De pronto
la somb... ¿pero qué pasa?...Ya no es una sombra, ¡son dos!... Ambas van tomadas
de las manos, y así, se arrojan en brazos de la aurora, que con su tinte
sonrosado va haciendo retroceder la oscuridad.
Ya no son
sombras; se corporizan...En los labios de una de las ex sombras -la de nuestro
cuento precisamente- se adivina una sonrisa, y en ella, toda una historia; esa
historia que sólo sabían las nubes...
Y es que
ya no es más una sombra fugitiva y solitaria en busca de compañía, de amor. Su
largo peregrinar no había sido en vano. Ahora podían dejar el reino de las
tinieblas, que ya no les pertenecía. Por fin encontraba un motivo para vivir,
para soñar. Por fin tenía alguien a quién amar...
La noche
se ha desvanecido. El farol ya no alumbra, dejándole paso a Apolo. Ni el viento
queda, pues su espíritu viajero puede más que el interés por una historia que,
de todos modos, ya sabe; pues él si conoce el lenguaje de las nubes...
Y el
hombre y la mujer se alejan, felices, mientras el farol, en una mueca
quijotesca, se balancea, como diciendo que también él conoce la historia, esa
historia milenaria que se repite sin cesar desde que el mundo es mundo...
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