Dos miradas
Teresa Godoy
A
veces los tomo. Unos son de A, otros son de B.
Y podía estar hablando de vitaminas, que no deben faltar en el
organismo. Pero se trata de otro complejo
que nos conducen hacia distinto bienestar, si se pude considerar así, de
acuerdo a quienes los tome.
Se relaciona con aquellos medios que nos
trasladan de un lugar a otro: el Subterráneo, o Subte como lo llamamos, porque
todo lo abreviamos.
Lo
tomo poco, pero cuando lo hago, me gusta, disfruto de ser su pasajera,
justamente, es temporal, como la lluvia que, alguna vez llega a su fin.
Cuando
lo espero en el andén y lo escucho llegar, me corro más atrás de dónde estaba,
no voy a su encuentro, ¡vaya a saber porqué motivo!
Cuando
lo veo, tan rápido, imponente, majestuoso, que aparece desde las sombras de ese
túnel, me impresiona y me da la sensación que tiene vida propia, es una
máquina, con toda la capacidad para detenerse lentamente, abrir sus puertas
como si fueran alas para cobijar a quienes entren en ellas. Ahí es cuando me acerco
para participar de su juego. Y pronto, como atendiendo a un reloj que le dicta
la hora de partida desde su mente metálica, arranca seguro por su camino bien
trazado.
Ya
arriba trato de acomodarme. En este momento, veo cara a cara a los que subieron
conmigo, me rodean y casi no respiro, ni quiero que los demás respiren. Cuido
mi cartera y los miro a cada uno disimuladamente. Muchos escuchan música, a
esta altura veo sus orejas desde dónde parten sus cables que van hacia abajo.
Un señor tiene una gorra con visera, parece cansado porque se le cierran los
ojos, una señora mayor por sus canas y arrugas también está de pie, nadie la
habrá visto para cederle el asiento, por suerte una joven de pelo castaño largo
lacio, se dirige a los que están sentados y les dice con voz fuerte y demandante,
moviendo sus gruesos labios pintados muy rojos: “¿Alguna persona puede darle el
asiento a esta señora?” Dos se levantaron y la adulta mayor eligió uno de
ellos. El otro que quedó también parado me mira a mí y me ofrece el asiento. Le
agradecí, me senté y volví a respirar
aliviada del gentío que me rodeaba.
Ahora
percibo todo desde otro ángulo. Hay carteras, bolsos y mochilas de todos los
colores, pantalones anchos y otros ajustados, zapatos negros, otros marrones,
zapatillas baratas y otras de marca, blancas, negras rosadas. Bueno mejor miro
hacia afuera.
El
oscuro túnel me da miedo. No quiero pensar que estamos bajo tierra y por arriba
pasan autos, micros, motos y hay semáforos que los hace parar y arrancar en
cada esquina, de eso mi subte me salva. Sigo mirando por la ventanilla
esperando ansiosa ver la luz de la próxima estación con un cartel y una voz que
anuncie mi parada.
Adentro,
mi subte mágico los lleva a cada uno a su destino. En cada estación abre sus
alas y deja volar a sus pichones, a los
que llegaron a su destino, a su trabajo a su curso, al encuentro con ese
alguien.
En
la próxima me da su okey para ir hacia donde yo debo llegar. Me preparo, voy
hacia la puerta y va deteniéndose lentamente para dejarme en el lugar correcto.
Toco sus puertas como para despedirme de quien cruzó por todo ese espacio
“subterráneo”; se detiene, saco el gancho y bajo.
Se
va despacito, majestuoso y cada vez más rápido para dejar a los otros
pasajeros, pues fugazmente pertenecieron a su carga, tan importante para él.
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