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Gabriela Carrera
Frontera
Gabriela Carrera
A un
pueblito de frontera con nombre de santo llegaron de madrugada. Se registraron
en el único hotel, tomaron un par de habitaciones, con la intención de pasar
desapercibidos. El cuarto más apartado le fue asignado. No era conveniente que
alguien lo viera, en un par de días cuando llegaran los papeles de la capital,
cruzaría la frontera y todo habría terminado.
San
Ignacio era un lugar a orillas del río. El último lugar de la provincia, una
tierra remota donde pocos pueden ubicarla en el mapa. Custodiado por montañas
que ocupan buena parte del territorio. Nacen de sus entrañas un bosque inmenso,
uno de los últimos que permanece intacto del asecho humano. Un poco más alejado
el puesto de los gendarmes, que sólo entran al pueblo los sábados por la noche
cuando el Galpón abre sus puertas. Un bar de copas, piso y techo de madera, un
par de mesas y una vieja fonola, algunas noches cuando el cura anda de misión,
se puede escuchar un poco de música. Desde las ventanas de vidrio llenas de
tierra que dificultan la vista, se pueden ver las luces de colores que adornar
el lugar, poco importa el paisaje cuando el alcohol nubla los sentidos y las
bellas mujeres trabajadoras del amor, por unos pocos pesos ofrecen el brillo en
la mirada del placer efímero.
Calle
abajo y abriendo paso entre la arboleda se levantan unas casas de techos bajos
y puertas abiertas para dejar que el aire circule. Un poco más allá, detrás de
las viejas vías está el almacén principal, que todas las semanas recibe las
provisiones. Al lado el correo, una casucha de madera, un tanto descolorida,
como la bandera que cuelga del techo. Abierto desde temprano hasta que el calor obliga a cerrarlo.
Cruzando la calle y acomodados en hilera descansan tres vagones viejos, dejados
por la compañía El ranquel, cuando el último tren dejó de circular y los pocos
empleados que aún quedaban, migraron al norte en busca de suerte. Los lugareños
los utilizan para vender artesanías, frutos de sus huertas y comida casera a
los camioneros que entre viaje y viaje traen noticias de la ciudad. Un poco más
distante el puesto de los gendarmes, la gasolinera que recibe los ómnibus de
larga distancia. Parada obligada para que éstos hagan su trabajo.
Los
últimos días habían sido un caos. El viaje desde Anguil le había calmado los
bríos. Cuando el senador se enteró por su hermana lo que había ocurrido mandó a
su gente para que lo sacara de la ciudad y esperaran hasta que el inglés les
llevara pasaporte y documentos. Que se aseguraran que el sobrino cruzara la
frontera, antes que la noticia se regara como pólvora.
Un par de
horas antes que el galpón abriera sus puertas, llegó el inglés con el encargo
del senador. Que lo subieran en el primer ómnibus y que lo vieran alejarse una
vez cruzada la barrera. Y así lo hicieron.
Unas
horas más tarde la radio anunciaba el hallazgo del cuerpo sin vida de Yohana,
que se encontraba desaparecida hacía unos días.
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