Miércoles de ceniza
Mirón de Palermo
De los árboles colgaban las luces de colores y los mascarones. A la luz del día ver esa ornamentación decía que estábamos en la semana de carnaval. Durante esas horas el movimiento de la calle y de los comercios pretendía mantener su ritmo habitual, pero se percibia un clima diferente. Se olía un perfume que brotaba del pavimento, y se veía en los rostros una sonrisa cómplice, distraída, cercana al desenfado. Con las primeras sombras los empleados de los comercios se retiraban apresurados de sus lugares de trabajo, las cortinas metálicas caían con rapidez y la cena era ligera.
La expectativa del corso imprimía tiempos veloces. Pasadas las diez de la noche, el centro de la ciudad adquiría el clima que todos esperaban. La gente que caminaba por el trazado oficial lentamente chocándose entre sí. Las mesas de las confiterías y del club dispuestas junto al cordón de la vereda mostraban un enjambre de copas y de papel picado.
En el escenario principal, que era la calle, los grupos se mezclaban con los disfrazados, transformando el espacio de cemento frío y aburrido, en el mágico escenario donde aparecían vestidos antiguos, caretas tragicómicas y gritos de máscaras sueltas.
No faltaban las carrozas con quinceañeras lindas que saludaban, vestidas con las ropas que el pudor permitía, compitiendo para reina del carnaval y alguna alegoría de personajes mitológicos o de actualidad que despertaban comentarios diversos.
Estaba presente la comparsa, circulando junto al cordón de la vereda asustando a los chicos más pequeños con sus trajes de cretona, y un cencerro que colgaba de un ancho cinturón. Desde la interminable fila de autos que circulaban a paso de hombre, con las ventanillas bajas, escapaba el chorro de agua de un pomo de goma dirigido hacia alguna persona parada en el desfile, y estaba la última novedad ofrecida para el acontecimiento, mostrándose sobre una mesa improvisada con tablones sobre barriles, mezclaba con serpentinas, bolsitas de papel picado y lanza perfumes.
La bomba de estruendo a las doce de la noche era el final del espectáculo, a partir de ese momento el juego con agua era permitido y sólo quedaban en el espacio superpoblado los grupos más decididos a demostrar con bombitas de agua y baldes y recipientes de todo tipo, la supremacía del juego, casi batalla. Mariscales de pilotos viejos plantados arriba de las chatas, héroes por un rato.
Un rato antes de la medianoche partían los grupos familiares hacia sus casas y los más jóvenes para los clubes que abrían sus puertas para el baile que se prolongaría hasta la madrugada. La música de las orquestas comenzaba a expandirse, abriéndose la etapa de la noche de carnaval.
Algunos muchachos aprovechaban para escapar de la rutina del año, dejando a la novia en el club social, para huir hacia el barrio donde estaba aquella otra chica de la cual no se acordaba el nombre, pero que despertaba comentarios cuando en las tardecitas caminaba por las calles del centro.
María Rosa bebió esa noche con sus dieciocho años la magia que el carnaval le regalaba. Había bailado con todos los chicos que la invitaban en la pista al compás de la música que resonaba entre las paredes del viejo teatro Roma, acondicionado especialmente para esas noches.
María Rosa, acompañada por una amiga, había dejado el lugar alrededor de las tres de la mañana y ambas habían emprendido la caminata hacia las casas. Ella, dejó a Leonor y siguió sola. Caminó una cuadra y en la penumbra de la noche de golpe se le cruzó, saliendo de una obra en construcción, el único varón con el que se había negado a bailar. Lo había visto tomar demasiado y sus antecedentes no eran buenos.
Sus labios se apretaron y quiso gritar, pero no tuvo tiempo. El relámpago claro de un disparo iluminó por un instante las sombras de la noche y un estruendo quebró el silencio de la hora. Un vecino, que se levantaba temprano, la encontró con los ojos abiertos sobre la vereda, ya muerta.
La noche de corso era distinta. La gente caminaba lentamente, las máscaras estaban apagadas, y el juego con el agua, después de las doce tuvo pocos participantes y fue más breve. Los bailes tuvieron su música pero sonaba sin ritmo y las parejas bailaban mostrando rostros con miradas ausentes.
El miércoles de ceniza despertaba trágico. No quedaban disfrazados demorando sus pasos, queriendo respirar el último aliento del carnaval. Era necesario que un viento fuerte llevara lejos los restos de papel picado, serpentinas y algún disfraz desprendido del alfiler que lo abrochaba. La fiesta de ruidos y colores, de zorros aventureros y diablos con picardía, se había quebrado en el mismo momento que la sonrisa del carnaval de María Rosa, se desgarró tremenda, y la muerte, no era ya un disfrazado de negro.
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