Los trenes en la niebla
Jorge Galán
Los
trenes salían de la niebla. Me dejaban atrás. Yo era su pasado
más
inmediato. Entonces vivía al final o al inicio de lo que llamábamos horizonte y
veía subir y bajar a tantos que aprendí a saber quiénes no iban a volver más.
No
puedo decir que se los veía en los ojos ni que algo les cubría
pero
aprendí a distinguirlos como se distinguen los vivos de los muertos,
cuando
el frío hace que no nos queden dudas.
Sé
que nací un noviembre en una época donde aún existían las cartas de amor. Ese
día en alguna parte era otoño, pero acá era invierno con lluvias
y
yo sé que a nadie interesan estas cosas, pero ese año, el último día de
diciembre, a medianoche, mi madre y la familia de mi madre esperaron en el
patio trasero, sentados a la mesa, la caída del tiempo de los hombres. Pero
nada pasó, les habían mentido, las escrituras no cumplieron sus promesas
entonces, ni una figura descendió de las nubes ni se escuchó campana alguna ni
trompeta.
Decepcionados
caminaron a través de una línea de tren hacia la oscuridad:sus rostros eran la
tristeza, poco les quedaba, alguien, nunca
se
dijo quién, dio fuego a la iglesia y esta ardió hasta el amanecer
y
nadie más volvió a visitarla porque nadie la levantó y yo crecí como una pupila
que se acostumbra a la sombra.
Era
un chico cuando escuché el primer silbato y hacía mucho que no era más un
hombre cuando vino a mí el último, y era tan semejante al primero que podría
creer que era el mismo.
Y
entre el primero y el último, un instante, un aliento del mundo.
Una
vez vi un hombre que venía de la nieve, era oscuro como aquello que la luna no
puede afectar con su magia en el fondo del mar.
Fue
él quien me habló de los enormes hielos que se paseaban sobre la superficie de las aguas como
ciudades muertas sobre una pupila, hielos como planetas en el desierto de lo
inconmensurable, ahí donde demonios y ángeles, me dijo, luchan desde una
antigüedad inusitada por hacerse con lo que no existía, con el destino del hombre.
Puedo
decir que sus manos eran frías y gruesas y lo mismo podría
decir
sobre sus ojos y quizá sobre su alma: he probado la carne del lobo y del zorro
y del hombre, me aseguró. El Ártico es una selva blanca, la vida ahí no es un
cuento que alguien narra en un bar, ahí el filo brumoso de un cuchillo, ese
brillo, hace la diferencia entre el ahora y el después.
Un
día una mujer vino del mar. Del mar no sabía más que historias de viajeros asombrados.
Pero
sus poderosos muslos eran islotes tostados bajo el sol, su rostro
era
una ola de arena gruesa y gris, bajo su mano suave como una nube mi mano se
hundió como un albatros que cae después de mil días de viaje, perdido, para
morir bajo las aguas, entre las serpientes y los tiburones, y todo yo me
sumergí y ella me aseguró que sus palabras, tan suaves en mi oído, eran como el
canto de las ballenas y que no debía temer, que no temiera morir en esas aguas,
que la tormenta nunca temió del mar, y no temí y por tres meses un aliento
salado me recorrió todo mi cuerpo y cuando, llegado otra vez el tiempo de las
lluvias, ella no miró atrás, su espalda adquirió la forma de una raya y yo la
vi perderse hacia el sur tempestuoso sin atreverme a nada, sin saltar hacia ese
acantilado que se abría ante mí como un cielo distinto, sin emitir un leve
susurro emocionado.
Y
todo pasó y las estaciones del mundo cambiaron una y otra vez y otra y otra.
Marzo tenía olor a mandarinas y diciembre a manzanas frescas.
Envejecí
una tarde cuando el temblor de una mano me impidió repartir unas cartas.
Una
noche alguien me preguntó mi nombre y lo había usado tan poco
que
no le recordé, entonces, luego de vender el último billete del día,
salí
y bebí y volví a beber y bebí tanto y luego dormí tanto que al despertarnada
era ya lo mismo dentro mí. Jamás había tomado el tren hacia las montañas ni
hacia el mar ni hacia ningún país vecino ni hacia ninguna parte.
Todo
había quedado atrás hacía demasiado tiempo: la madre y la familia de la madre
se habían detenido en alguna parte que yo no conocía.
Una
sola taza había en la alacena, una sola cama, una sola silla, un cepillo de
dientes en el baño de una casa de madera sin pintar, visitada por los mosquitos
y las voces de unos que ya no estaban ahí pero que insistían, llegada la noche,
en conversar sobre tiempos antiguos donde existí sin existir. Hacía tanto que
para alguien que ni si siquiera sospechaba yo también era solo una figura que cada madrugada salía de la niebla.
Y
lo sabía todo, lo había comprendido.
Esa
mañana no quise volver más y ya no volví más a ningún sitio.
Desde
entonces ya no recuerdo ni sé mucho, y quizá sea mi única certeza que como yo,
todos aquellos trenes, también salían de la niebla...
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