sábado, 27 de enero de 2018

Gabriela Carrera


     Modesto  
Gabriela Carrera

Cuando pienso en él, lo primero que viene a mi memoria son aromas.
Los olores de mi niñez y las imágenes se entre mezclan. 
Modesto olía a tabaco. Recuerdo cruzar la calle con el rollo del billete apretado en mi mano y pedir en el kiosco el paquete de tabaco Richmond, que él utilizaba todas las noches para fumar pipa.
Cuando falleció mamá, durante el período de clases en el colegio, y hasta que se acomodara el vendaval que nos había atravesado, nos mudamos los días de semana a casa de los abuelos. Esto duró un par de años.
Modesto, era mi abuelo. Un “Gallego” cascarrabias y bonachón.
Vino a la Argentina, como vinieron miles de inmigrantes, escapando de la guerra. Con sus cuatro hijos, entre ellos mi padre y María  su mujer, embarazada.
Modesto tenía un almacén.  Ubicado en la misma casa que ocupaba la familia, cruzando el patio de atrás  que daba vuelta a la esquina. Los niños teníamos prohibido entrar. En esa época no se preguntaba el por qué, se obedecía.
Lo recuerdo detrás del mostrador de madera oscura que le sacaba lustre de tanto limpiarlo. Los canastos de pan recién horneado que traían temprano de la panadería de Don Vicente, los licores añejos, las latas de tomate y los paquetes de fideos. El estante destinado a las galletitas.                                      
El gallego, como le decían sus clientes, vendía vino suelto. Lo guardaba en unos toneles de madera recostados sobre unos escaños improvisado a una distancia prudencial del suelo, para que entrara  una botella y el embudo. Y así venderlo fraccionado.  En el patio trasero había cajones, en ese entonces eran de hierro, apilados y apoyados a la pared del fondo que en un tiempo fue de algún color claro, pero la humedad y el escaso sol la habían vuelto de un color gris oscuro. Desde allí, cuando la brisa venía de la calle, el aroma a vino tinto y madera nos embriagaba la mañana.
Por la tarde, a la hora del té y con su andar pausado, venía Modesto trayendo un plato lleno de galletitas Lincoln, para que junto a mi hermana y primos tomáramos la merienda. Costumbre que aún conservo, mojar galletitas Lincoln dentro del té.
Modesto era de pocas palabras, no las necesitaba. Sus ojos de un marrón claro, eran transparentes vidrieras, donde era posible divisar hasta su alma. Tenía rituales precisos, levantarse al alba, almorzar en punto a las doce, rigurosa siesta y cuando la tarde caía para darle paso a la noche y antes de la cena, nos dedicaba alguna historia. En sus relatos nos describía a Orense, pueblito donde había nacido y crecido, para que recordemos a dónde pertenecíamos. Sin importar el clima vestía camisa y de bajo camiseta. Pantalón de trabajo grafa y zapatos acordonados. Las pocas veces que lo vi con ropa de calle, llevaba sombrero de fieltro negro, herencia de su padre y saco oscuro, que llevaba con gracia. Siempre con reloj, esos que traían la malla de cuero y para andar debían darle  cuerda. Con su acento inconfundible, sus eses arrastradas, nos amó a su manera, en silencio.
Por las noches y con la casa callada, Modesto se quedaba solo en la cocina. Sobre la mesa, cubierta con mantel de hule, tenía preparado “el pingüino” con el tinto de sus toneles, un trozo de pan, preferentemente del día anterior, el cenicero, los fósforos, una vela encendida para no quedar a oscuras, la pipa y el tabaco. En un vaso generoso de buen tamaño, cortaba unos trozos de pan los ponía adentro y cubría con vino. Mientras preparaba la pipa, de fondo se oía Radio Colonia, el noticiero que llegaba desde  la otra orilla del río...”hay más información para éste boletín”... Sentado  en un banco de madera, con los brazos apoyados sobre la mesa, fumaba la pipa y tomaba el vino.
Recorriendo los pasillos en penumbras, hasta el cuarto en donde yo dormía, llegaba el inconfundible olor a tabaco encendido.
Cada primero de enero, desde que tengo memoria y hasta que la salud se lo permitió, Modesto reunía a toda la familia. Hijos, nueras, yernos y nietos alrededor de la mesa y sin importar como estuviese la temperatura, del instalado verano. Cocinaba pulpo a la gallega.         
Desde temprano se escuchaba el ruido de “los cacharros” como  le decía mi abuela a las ollas. Hervía el molusco por horas, y a medida que iban llegando los comensales el bullicio aumentaba por cada rincón de la casa.
Los niños nos reuníamos en la terraza que aprovechábamos para hacer travesuras, nos llamaban cuando la comida  estaba lista. Debíamos bajar las escaleras abarrotadas de latas que a la vez hacían de macetas, llenas de malvones y geranios en flor, que la abuela cultivaba. Cruzar el patio trasero y entrar al enorme pasillo donde las mesas estaban preparadas. Recuerdo el olor a aceite de oliva tibio mezclado con pimentón. Manjar de reyes hecho por Modesto con sus manos ásperas.
En la ciudad, lejos de su tierra aprendió el oficio de “almacenero”, atrás quedó aquello que había aprendido de su padre a trabajar la tierra, sus olivos, criar animales y el tiempo de las cosechas.
La guerra lo desarraigó de su patria, de sus pertenencias, de sus aromas.


Así recuerdo a Modesto, que nos dejó un día muy frío en el año que acá  en el país se jugaba el mundial.

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