Modesto
Gabriela Carrera
Cuando
pienso en él, lo primero que viene a mi memoria son aromas.
Los
olores de mi niñez y las imágenes se entre mezclan.
Modesto
olía a tabaco. Recuerdo cruzar la calle con el rollo del billete apretado en mi
mano y pedir en el kiosco el paquete de tabaco Richmond, que él utilizaba todas
las noches para fumar pipa.
Cuando
falleció mamá, durante el período de clases en el colegio, y hasta que se
acomodara el vendaval que nos había atravesado, nos mudamos los días de semana
a casa de los abuelos. Esto duró un par de años.
Modesto,
era mi abuelo. Un “Gallego” cascarrabias y bonachón.
Vino
a la Argentina, como vinieron miles de inmigrantes, escapando de la guerra. Con
sus cuatro hijos, entre ellos mi padre y María
su mujer, embarazada.
Modesto
tenía un almacén. Ubicado en la misma
casa que ocupaba la familia, cruzando el patio de atrás que daba vuelta a la esquina. Los niños
teníamos prohibido entrar. En esa época no se preguntaba el por qué, se
obedecía.
Lo
recuerdo detrás del mostrador de madera oscura que le sacaba lustre de tanto
limpiarlo. Los canastos de pan recién horneado que traían temprano de la
panadería de Don Vicente, los licores añejos, las latas de tomate y los
paquetes de fideos. El estante destinado a las galletitas.
El
gallego, como le decían sus clientes, vendía vino suelto. Lo guardaba en unos
toneles de madera recostados sobre unos escaños improvisado a una distancia
prudencial del suelo, para que entrara
una botella y el embudo. Y así venderlo fraccionado. En el patio trasero había cajones, en ese
entonces eran de hierro, apilados y apoyados a la pared del fondo que en un
tiempo fue de algún color claro, pero la humedad y el escaso sol la habían
vuelto de un color gris oscuro. Desde allí, cuando la brisa venía de la calle,
el aroma a vino tinto y madera nos embriagaba la mañana.
Por
la tarde, a la hora del té y con su andar pausado, venía Modesto trayendo un
plato lleno de galletitas Lincoln, para que junto a mi hermana y primos
tomáramos la merienda. Costumbre que aún conservo, mojar galletitas Lincoln
dentro del té.
Modesto
era de pocas palabras, no las necesitaba. Sus ojos de un marrón claro, eran
transparentes vidrieras, donde era posible divisar hasta su alma. Tenía
rituales precisos, levantarse al alba, almorzar en punto a las doce, rigurosa
siesta y cuando la tarde caía para darle paso a la noche y antes de la cena,
nos dedicaba alguna historia. En sus relatos nos describía a Orense, pueblito
donde había nacido y crecido, para que recordemos a dónde pertenecíamos. Sin
importar el clima vestía camisa y de bajo camiseta. Pantalón de trabajo grafa y
zapatos acordonados. Las pocas veces que lo vi con ropa de calle, llevaba
sombrero de fieltro negro, herencia de su padre y saco oscuro, que llevaba con
gracia. Siempre con reloj, esos que traían la malla de cuero y para andar
debían darle cuerda. Con su acento inconfundible,
sus eses arrastradas, nos amó a su manera, en silencio.
Por
las noches y con la casa callada, Modesto se quedaba solo en la cocina. Sobre
la mesa, cubierta con mantel de hule, tenía preparado “el pingüino” con el
tinto de sus toneles, un trozo de pan, preferentemente del día anterior, el
cenicero, los fósforos, una vela encendida para no quedar a oscuras, la pipa y
el tabaco. En un vaso generoso de buen tamaño, cortaba unos trozos de pan los
ponía adentro y cubría con vino. Mientras preparaba la pipa, de fondo se oía
Radio Colonia, el noticiero que llegaba desde
la otra orilla del río...”hay más información para éste boletín”...
Sentado en un banco de madera, con los
brazos apoyados sobre la mesa, fumaba la pipa y tomaba el vino.
Recorriendo
los pasillos en penumbras, hasta el cuarto en donde yo dormía, llegaba el inconfundible
olor a tabaco encendido.
Cada
primero de enero, desde que tengo memoria y hasta que la salud se lo permitió,
Modesto reunía a toda la familia. Hijos, nueras, yernos y nietos alrededor de
la mesa y sin importar como estuviese la temperatura, del instalado verano.
Cocinaba pulpo a la gallega.
Desde
temprano se escuchaba el ruido de “los cacharros” como le decía mi abuela a las ollas. Hervía el
molusco por horas, y a medida que iban llegando los comensales el bullicio
aumentaba por cada rincón de la casa.
Los
niños nos reuníamos en la terraza que aprovechábamos para hacer travesuras, nos
llamaban cuando la comida estaba lista.
Debíamos bajar las escaleras abarrotadas de latas que a la vez hacían de
macetas, llenas de malvones y geranios en flor, que la abuela cultivaba. Cruzar
el patio trasero y entrar al enorme pasillo donde las mesas estaban preparadas.
Recuerdo el olor a aceite de oliva tibio mezclado con pimentón. Manjar de reyes
hecho por Modesto con sus manos ásperas.
En
la ciudad, lejos de su tierra aprendió el oficio de “almacenero”, atrás quedó
aquello que había aprendido de su padre a trabajar la tierra, sus olivos, criar
animales y el tiempo de las cosechas.
La
guerra lo desarraigó de su patria, de sus pertenencias, de sus aromas.
Así
recuerdo a Modesto, que nos dejó un día muy frío en el año que acá en el país se jugaba el mundial.
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