La Navidad con Julia
Carlos
Margiotta
Es
una hermosa mujer, pensé, mientras cenábamos en la ciudad de Paraná donde había
ido dar unas charlas sobre el cuidado del medio ambiente. Tiene algo que me
gustan de las mujeres: es inteligente. Julia me hacía acordar aquel personaje
compuesto por Jean Fonda en la película del mismo nombre.
Cuando
entre al lugar, un restaurante frente al río, vi una mano agitarse en una mesa
del fondo como llamándome. Nos habíamos conocido por facebook, y a partir de
allí comenzó una relación virtual que terminó en ese primer encuentro cara a
cara.
Hablamos
hasta que cerró el local y después fuimos a tomar un café a un lugar cercano
que estaba abierto toda la noche. La conversación se fue profundizando en la
medida que nuestros temores se desvanecieron y crecía la confianza junto al
placer de estar cada vez mas cerca. En algún momento tuve ganas de besarla pero
el cansancio de la larga jornada apuró mi despedida con un abrazo.
De
regreso al hotel pensé: demasiada joven, demasiado atractiva, demasiado interesante
para un hombre que ha empezado a desprenderse de los recuerdos.
La
segunda vez que nos vimos fue en la Terminal de ómnibus de Retiro, ella debía
hacer un trasbordo para dirigirse a Trelew. En la confitería de la estación
escuché sus quejas por la poca atención que le brindaba por Internet… siempre
apurado… siempre cortante… parece que fuera una desconocida cuando me animé a
contarte cosas de mi vida que no se las contaría a nadie.
Tenía
razón, además de mi dificultad con la esta nueva tecnología de comunicación,
estaba la mala experiencia que había tenido últimamente con las mujeres con que
me había relacionado. –Te enganchas con los aspectos jodidos de las minas y
después te dejas manejar- me había dicho un amigo.
Le
reconocí mi comportamiento y le pedí disculpas, sin embargo no le me animé a
contarle la verdad. Estaba enojada, le tomé las manos sobre la mesa y sonrió.
-Paso
las fiestas en la casa de mi hermano que vive en Valparaíso y me quedo un mes
de vacaciones. Tengo que pasar por Buenos Aires un día antes para tomar el
avión, continuó diciendo. ¿Tenés lugar en tu casa para alojarme la noche del
24?.
-Si,
vení cuando quieras-. Alcancé a contestarle, aunque todavía me resistía a
entender algunas cosas. Le contesté mientras la acompañaba hasta la dársena de
partida y nos despedimos con un beso en la comisura de los labios.
Faltaban
dos meses para la navidad y nuestro vínculo fue pasando del tono tibio de las palabras
a las imágenes calientes de de las fantasías.
–Sé
que sos un caballero y no te vas a aprovechar de mi cuando te visite… –Quiero
que me muestres los lugares del pecado en la noche porteña… –Llevame a comer a
un buen restaurante árabe donde bailen odaliscas – Espero no tener frío ¿Tenés
abrigo?... y otras frases que dichas por afuera de un contexto parecían una
invitación a la cama.
Esta
sola, es complicada, apasionada y
racional al mismo tiempo, quizá no sabe que hacer con su vida, pensé alguna
noche con la cabeza en la almohada.
Cuando
le conté que mi sueño era recorrer Sudamérica con una casa rodante se subió al
instante: -Vamos juntos- dijo.
Había
comprado una botella de champagne francés, te de hierbas de distintos sabores,
unas cremas para después de la ducha, aromatizadores de oriente, y un disfraz
de Papá Noel por si se daba. Entonces llamé a Brenda para que dejara impecable
la casa.
En
mi obsesión masculina tenía planificado las palabras a decir, los lugares y las
circunstancias de las escenas imaginadas. Y por supuesto las de reemplazo sino
funcionaban las titulares.
Para
el regalo de Navidad había comprado tres alternativas: un libro de poemas, un
pañuelo de seda para usar en playa y en el mejor de los casos tenía preparado un
conjunto de lencería fina.
El
23 de diciembre ya tenía preparada en mi cabeza la gira por las casas de
comida, el paseo por Palermo Viejo, la visita por los boliches de San Telmo, y
llevarla a conocer el Tres Amigos del Negro Hernández en Barracas cuando sonó
el portero eléctrico.
Salí
de la ducha chorreando el piso y atendí el llamado.
-Sorpresa.
Soy Julia vine un día antes aprovechando el viaje en auto de un matrimonio vecino
que venia para a Buenos Aires.
Mi
cabeza estuvo a punto de estallar. Me calcé un jean, una remera y bajé
descalzo.
Cuando
abrí la puerta y vi como si un sol inmenso entrara en el palier. De pronto vi
en Julia a la mujer, y a la niña, a la abuela y a la adolescente, a la virgen y
a la prostituta, a la bruja y a la sacerdotisa, a la tierna y a la sexual, al
ángel y el demonio, vi en ella a todas las mujeres en un solo cuerpo.
Atiné
a tomarla de un brazo y llevarla hasta al ascensor.
-Porqué
no me esperaste para que nos bañáramos juntos– dijo. Allí se cayeron todas mis
estrategias. La estreché contra mi cuerpo, y su pierna se acomodó entre las
mías.
Nos
besamos desaforadamente hasta el piso 14.
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