DIOS LOS CRIA Y ELLOS…
Rubén Héctor Rodríguez Ponziolo
Si
el todopoderoso no dispone lo contrario, en escaso lapso ingresaré al club de
los octogenarios. Y, ahora que el crepúsculo de la vida arribó al umbral de mi
existencia, me mueve a risa la morbosa frase de la juventud actual relativa a los
ancianos "están más cerca del arpa que de la guitarra" . ¡Y cuánta
razón tienen!
Encantado
les retrucaría al ritmo del dos por cuatro, música por excelencia de nuestra
generación y me basaría en la letra del tango de Miguel Bucchino "y al
sonar la última hora que me quiten lo bailado". Empero es la poesía del concerniente a
Cadícamo y Aníbal Troilo titulado "Tres Amigos" que al escucharla,
mágica, me remonta al mejor período del bastante que llevo vivido.
Walter,
Florencio y un servidor éramos justo eso: tres amigos inseparables y nos unían
infinidad de factores. En primer término la astrología. ¡Aries exclusivo signo
del terceto! Pues nacimos en serie: marzo 26, yo, el 27 Walter y el 28
Florencio.
En
cuanto a sapiencia adquirida estudio mediante o a lo equivalente en posición
económica Walter nos aventajaba. De la madre, recatada londinense de
escandinava prosapia, mamó el inglés y
el sueco y del padre, obeso berlinés, el alemán. ¡Asimismo, no sé de qué ancestro
vikingo heredó su apetencia aventurera!
Tanto es así que al recibir el flamante auto
-obsequio de sus mayores al salvarse del servicio militar- chamuyó "vamos
a estrenarlo visitando la Patagonia". Bajo ninguna circunstancia sus
compiches desperdiciamos la soberbia ocasión y halagados aceptamos el
convite.
Periplo
de semejante envergadura, al promediar la década del veinte, lindaba lo
demencial por inaudito. ¡Insania total! Según la unánime opinión de mi familia.
¡Absurda paranoia! Proclamaba la parentela de Florencio. Sólo en el hogar de
Walter nos alentaban. Sus progenitores convencido a ultranza de la vital
importancia de dicha rutina a favor de la madurez personal amen de imperecedero
recuerdo. ¡Premonitorio enunciado!
Anacrónicas
carreteras, precarios caminos e improvisados trayectos, sumados a paradisíacos
panoramas, fueron la constante durante la treintena de jornadas que demandó la
travesía.
Es
adecuado destacar la simpatía con que nos acogían en caseríos o ciudades. En
particular en esa Estancia de la que adrede soslayaré la denominación
declarándola extraviada en los vericuetos de mi memoria.
El
vehículo respondió fenómeno a las múltiples y titánicas dificultades sometidas.
Circulábamos -quise decir- vagábamos por senderos de tierra o ripio. Nos
angustiaban las innumerables pinchaduras de los neumáticos y lo embarazoso de
conseguir taller de gomería.
A la vera de empinado repecho organizamos la
comida. Cordero al asador rociado con vino semillón sacado de veterana
damajuana de cinco litros encasquetada en mimbre tejido y enfriada en las
heladas aguas de correntoso arroyo. Aunque, fatigados y somnolientos, decidimos
reanudar la marcha. La meta fijada -San Julián- a centenares de leguas. Súbito,
lo tan temido. ¡De nuevo en llanta! Y para colmo de males las de auxilio en
idénticas condiciones. ¿Qué hacer?
Walter -hercúleo y corajudo- la emprendió de
inmediato en busca de ayuda. ¡Optimista en retornar del ocaso! En esas
latitudes y en época estival es normal que el sol se oculta tardío.
¡El
señor no nos abandonaba! Minutos luego de las veintiuna divisamos antiguo
carruaje tirado por yunta de briosos caballos. Y en el pescante a Walter
flanqueado por par de paisanos fortachones. Le ajustaron gruesa cadena al coche
haciendo las veces de cuarta. Y kilómetros después recalamos en dilatado latifundio.
Nos convertimos en huéspedes de los terratenientes. Pareja integrada por calvo
germano cuarentón y su escultural mujer, dulce chilena a la que doblaba en
edad.
Llegué
a agradecerle a Dios el aludido trastorno. De esa forma me permitía imbuirme en
exótico ambiente. Nos asignaron aposentos privados. Y no es aparatoso afirmar
que en albergue alguno gozamos de tal holgura, con el agregado que repararlas
demoraría varios días.
En
lo que a mí concierne, significaban, placenteras vacaciones adicionales. Nos ahorraron
toda clase de molestias y le ordenaron la tarea a dicho puesteros. ¡reitero nos
otorgaron jerarquía de invitados de honor!
Para
agasajarnos carneaban animales cebados: vacunos y porcinos. Además, abundaban
guanacos, liebres, vizcachas y también aves de corral refinadamente adobadas.
Al almuerzo ,los anfitriones, se presentaban trajeados de elegante sport, mas
para la cena se emperifollaban de prima.
El
dueño de impecable esmoquin. Y su seductora cónyuge, enfundada en largo vestido
que le cubría el calzado. Similar a los usados por la burguesía en funciones de
gala del Colón. ¡Jamás repitió el atuendo! Y decoraban la mesa con fastuosos
candelabros de plata.
Preferí
no chimentarle a Florencio las sugerente mirada con la cual la propietaria de
esos parajes lo fichaba a Walter. Florencio y yo quedábamos a la deriva cuando
conversaban en alemán. Acaeció en víspera de la partida. Amanecía y a secuela
de la desmedida comilona de achuras, los espasmos estomacales inaguantables.
Recordé
que el botiquín, donde guardaba las gotas sanadoras, quedó en la habitación de
Walter. Y allí me dirigí. En la mansión
las puertas carecían de cerraduras. Entré cauteloso en punta de pie
-casi sin pisar el suelo- intentando no despertarlo. Entonces fue sencillo
comprobar lo acertado de mi suspicacia.
La
insensata luz de luna llena colándose a través de los enormes ventanales me dio
la oportunidad de descubrir las siluetas de Walter y la grácil adúltera como
reflejadas en cinematográfica pantalla gozando del sexo.
¡Soporté
con entereza y vómitos la dolencia! Y juzgué imprudentemente efectuar comentarios
al anunciar Walter que la señora de la casa nos acompañaría a Buenos Aires.
Florencio
o no se avispó de la situación o al igual que yo optó por callarse. Y a fuerza
de ser sincero, es digno subrayar la ejemplar conducta de ambos en el resto del
viaje. Al concluir cada etapa Walter se alojaba con nosotros y ella aparte en
otro hotel. ¡Ni siquiera se tuteaban!
A
la vuelta del legendario recorrido, Walter se esfumó. Al consultar a sus padres
flemáticos contestaron "íntimos argumentos y de reservada índole lo
obligaron a ausentarse por indeterminado período".
La
incongruente desaparición nos tuvo lustros intrigados a Florencio y a mí. No
obstante el tiempo se encargó que el cariño al hermano del corazón quedara
únicamente en remembranza. ¡Ya que nunca tuvimos ni el menor indicio sobre su
paradero!
A
Florencio tuve la suerte de verlo antaño en Madrid sitio en que se aquerenció
al casarse con una española. Y en lo que a mí atañe, confieso que desde
muchacho debí batallar duro con dos obstinaciones corporales. La perversa
obesidad y el caprichoso remolino de mi hoy pródiga cabellera compeliéndome a
frecuentar al fígaro.
La
semana pasada en céntrica peluquería por
distracción ojeaba afamada publicación de moda. De las que vienen en base a
comadreos ya sean -verídicos o fraguados- vinculados a mundanos personajes. ¡La
foto a color de la página central logró estremecer al máximo mi taquicardia! Y
al unísono afloraron al cerebro las palabras oídas en mi adolescencia referentes
a la común futura experiencia.
Debajo
del retrato de longevo, captado en su lujosa villa de la Costa Azul
imprimieron: "es indiscutible que para el matrimonio compuesto por el
pujante ganadero germánico-argentino y su adorable esposa, fulano y fulana de
tal, el sucederse de los calendarios parece no afectarlos y se los ve siempre
jóvenes".
Resultaron
los gentiles hospedadores de aquella imborrable andanza austral de mi mocedad.
¡Lamentablemente la revista faltaba a la verdad! El hombre que ilustraba la
lámina era Walter -mí amigo- y no el individuo cuyo nombre y apellido
testimoniaban grandes letras.
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