Volver a verte
Gabriela Carrera
Se
encontraba en el andén bien temprano. Hasta donde recordaba llegaba tarde a todos
lados. La ansiedad del encuentro, aceleró sus pasos desde la noche anterior.
Puso
un par de prendas y algunas pertenencias en un bolso, le temblaban las manos de
solo pensar que volverían a encontrarse.
Encendió
un cigarrillo esperando que la bocanada de humo le ingresara en el cuerpo y lograra
tranquilizarla. Sólo consiguió ardor en la garganta y un poco de tos. Se maldijo.
Había prometido acabar con ese mal hábito, algunas veces lo conseguía. La abstinencia
sucumbió en el momento que recibió su llamado.
Revisó
la cartera por milésima vez, ese ritual la dejaba tranquila, olvidarse alguna cosa
la inquietaba. Pasaje, documentos, dinero, maquillaje, cigarrillos. Si, por la
dudas llevaría. No sabía si todavía
fumaba, habían pasado muchos años.
Se
introdujo en la tina y sumergió su humanidad, esperando que el agua ahogara la
culpa, el deseo y la tristeza. Se encontraba sola. Preparó la cena, liviana.
Una copa de vino, un par de capítulos de la novela que estaba leyendo y se
metió a la cama, consiguió desarmarla, porque conciliar el sueño no pudo. Cerró
los ojos y recordó la última vez que había estado entre sus brazos. Sus caricias,
el aliento tibio de su boca detrás de las orejas, recitando poemas de amor
inventados. La mano pesada sobre sus muslos, la transpiración de ambos
humedeciendo las sábanas. En ese cuarto de hotel se dijeron adiós. Su empleo lo
llevaba al extranjero.
No
se permitía pensar demasiado en él, su recuerdo la ponía melancólica. Cuando
algún perfume le sacudía los sentidos, recordaba como la miraba. De los amores
que supo tener y de los cuales aprendió el arte de amar y ser amada, siempre
extrañó esa mirada.
Una
hora en tren hasta el puerto, allí embarcaría a Colonia. Un par de llamadas a
la oficina, para dejar todo organizado. Su mamá preguntando si iría el fin de
semana a comer. Una excusa. Y la promesa de ir en cuanto tenga un tiempo libre.
Llamó a Inés, la contestadora facilitó la agonía de contarle donde iba. Cruzo
el charco, vamos a vernos, vuelvo y te cuento.
El
amor nacido en la clandestinidad está condenado a morir, le dijo en aquel momento
entre copas y lágrimas. Esa noche se contaron todas sus tristezas y los deseos
más profundos.
Apagó
el celular que fue a dar al fondo de la cartera.
Apoyada
en la baranda, observó cómo se alejaba de Buenos Aires, la sirena del buque
anunciaba la partida. Hora de tomar un trago. No quería pensar que iba a pasar
dentro de unas horas.
Se
observó en el espejo, mientras retocaba el maquillaje, las huellas del tiempo
le fueron dejando en el rostro, en el cuerpo, en el alma.
Pasando
la puerta principal, a la izquierda y detrás de una rosa, la estaba esperando.
Apuró el paso. Se fundieron en un abrazo, ésos que te acomodan el cuerpo mal
trecho. Se besaron con pasión, recordaba el sabor de su boca, la suavidad de
sus labios y la firmeza de sus manos. La
estrechó contra su pecho, con los ojos cerrados, el palpitar acelerado y con
voz entrecortada le dijo “Te extrañé tanto”. Le acercó la cabeza hacia su boca y le besó la frente.
Salieron
en el auto, los esperaba la ciudad vieja, el faro, el empedrado, el re encuentro.
A
orillas del río fueron a almorzar, entre bocados y risas, se contaron que
habían hecho de sus vidas. En qué ocupaban su tiempo libre, qué música estaban
escuchando, cómo es la ciudad donde estaban viviendo, qué amores pasaron,
cuáles habían quedado. Saciaron el hambre con manjares soñados y embriagaron la
tarde con el mejor de los vinos. Caminaron descalzos a orillas del río. Jugaron
a descubrir tesoros en el mercado de pulgas. Y en la calle de los suspiros
encontraron aquellos que fueron con sólo cruzar las miradas. Debajo del sauce
se besaron.
Como
dos adolescentes que buscan descubrir el amor, rodeados de velas y aromas que
juntos creaban, recorrieron cada centímetro sus cuerpos. Buscando a ciegas
fundirse, extraviarse y encontrarse en rituales aprendidos de otros tiempos.
Sin la urgencia que los dominaba en la juventud, con las ganas del presente aquel amor antiguo hoy
estaba en ese cuarto entregado al placer. La luz de los últimos leños en la
chimenea caía sobre sus cuerpos brillantes, húmedos. Tendidos en la cama entre
almohadas y mantas tibias desordenadas, sus manos se exploraron nuevamente
perdiendo la frontera, ninguno de los dos supo dónde terminaba él, dónde
comenzaba ella. Extasiados después de hacer el amor encendieron un cigarrillo.
Ahí
estaban, después de tantos años, regalándose el placer de estar juntos, por un
rato. Entendieron que debía ser así, por un rato, para resguardar del gris que
la rutina tiñe lo cotidiano. Con las primeras luces del nuevo día volvieron a
sumergirse al goce. Cuando dos almas se enlazan sin pensar en mañana, vuelan en
libertad.
La
despedida fue breve, sin promesas. Sabían que volverían a encontrarse.
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