LA AMAZONA CIEGA
cuento
de Lulú Colombo
Yo había alquilado una casa en las sierras para descansar y reponerme de la gran ciudad que olía a muerte. Eran años de crímenes y protestas. La interrupción del futuro era un hecho y sin la contrapartida de la reflexión sobre el pasado se respiraba un pánico cotidiano como si tuviéramos un destino inevitable. Con unción casi religiosa, yo trataba de desarmar la máquina del miedo en la bucólica serranía mientras trabajaba en un texto sobre el coraje. Había vivido una experiencia asustadora en la capital caminando más de media hora bajo las oscuras bóvedas electrificadas del subterráneo junto a cientos de personas siguiendo los rieles a tientas en una inequívoca demostración de la modernidad en una ciudad devastada. La grava crujiendo bajo millares de pisadas y las garras dmiedo ciñéndome las sienes porque sabía que un movimiento extraño podía desatar el pánico y morir todos aplastados o electrocutados en esa procesión hacia la muerte. Trenes sin mantenimiento, fruto de una deliberada decadencia, me habían empujado a ese viaje iniciático a las catacumbas de la ciudad. Todos abandonamos el túnel más frágiles que nunca, empequeñecidos por el pánico. Andar por ciudades sin ley es como jugar a la ruleta rusa con todas las balas puestas.
Ése era mi ánimo aquella noche cuando vi a la amazona sentarse en el mismo lugar donde muchos años atrás Yupanqui solía tocar la guitarra. La escuchaba reír, pero no oía lo que estaban conversando. No sabía gran cosa de ella. Sólo que era ciega y que vivía muy lejos del pueblo.
Yo debía regresar a la ciudad en pocos días más. El entretenimiento del lugar era tomar algo en el almacén antes de la cena y conversar. Mi rutina en el campo, muy sencilla. Me traían a caballo quesillo y pan casero. Después del almuerzo iba al río y más tarde me sentaba a escribir o salía a andar subiendo el camino hasta llegar a un arroyo que surcaba la tierra roja. Las chicharras anunciaban el calor de la tarde. Mis miedos de ciudad estaban lejanos. De noche, bajo el esplendor de las estrellas, el cerro ampliaba las voces y subían a la luna canciones y voces del pueblo. Ese verano pensé en visitar a la amazona ciega, pero no sabía ir sola. Benedicta, que así se llama, era ciega de nacimiento y su casa está a más de una hora a caballo, en medio del monte. Vive sola y cría gallinas y animales. La oportunidad de hablar con ella apareció sin proponérmelo. Una noche sin luna, Benedicta golpeó las palmas en la tranquera de mi casa. La hice pasar. Su caballo quedó pastando en la oscuridad. Esa noche su rostro estaba liso como si las marcas de expresión se le hubieran borrado. Los ojos parecían saltar de sus marcadas órbitas huyendo oblicuos hacia el monte. El miedo se ha apoderado de ella, pensé. Los ojos ciegos amarilleaban bailando bajo unas cejas montunas como ella misma. De pie, con las piernas arqueadas y el rebenque en la mano, me impuso en voz baja:
-¡Tranque las puertas y las ventanas!
Le obedecí, mecánicamente. Cerré los postigos, apagué la luz y encendí un farol. Todavía aturdida por la orden, atiné a preguntarle:
-¿Qué le pasa? ¿Alguien la persigue?¿Y su caballo?
-Cierre con tranca. Mi caballo sabe volver pa´las casas.
-No se va a volver. Cerré la tranquera. Cuénteme que es lo que le ocurre.
-Es un poco largo y no sé si podré.
-Inténtelo, repliqué.
-Usted sabe que soy ciega. Aquí todos lo saben. Ciega de nacimiento porque el finado, mi padre, era primo de mi madre, dicen. Me crié en el monte con mis hermanos. Ellos se fueron todos a la ciudad. Aunque soy ciega, algo veo, depende de los días. Nunca hablé de eso. Se lo digo, porque yo no soy de tener miedo a nada. Yo ando por todos lados en mi caballo. Sé abrir todas las tranqueras y puertas de cimbra. Conozco las chacras y los barrancos. Paso por los arenales y sé cuando el río viene crecido. Pero vi algo y sé que todo ha cambiado.
No sabía de qué estaba hablando la amazona ciega, pero la fuerza de su voz y la luz que temblaba encerrada en el farol, me estremecían.
-Cálmese. ¿Qué es lo que ha visto?, pregunté.
-¿Usted tiene miedo?, y sus cuencas blancas se movían desafiantes.
-Un poco, para que la voy a engañar. Pero no hay problema, a esta casa no puede entrar nadie. Puede quedarse. Además, creo que tengo un arma en el cajón del peinador. Venga, voy a hacer algo de comer. Cuénteme qué pasa, qué vio.
Me siguió hasta la cocina con su rebenque colgando del puño. Yo cocinaba y ella hablaba bajito:
-A cinco leguas de aquí, dijo, para el lado de los pantanos, hay una casa atrás de la sierra donde vive un hombre muy rico. Tiene muchas vacas y ovejas. Donde se baja al cañadón que usan los animales para ir a beber al río hay unos cañaverales altos, allí se esconden las vacas del calor. A veces se me ha escapado algún ternero y he tenido que ir a buscarlo al cañadón. El campo no tiene alambrado y somos colindantes. El hombre tiene una sobrina muy guapa que hace todo en la casa. Dicen que el hombre echó a la madre de la chica para quedarse con ella. El hombre la crió para él. Pero nadie sabía si eso era cierto. Antes estaba la madre y los hermanos. El hombre dijo en el pueblo que se fueron a la ciudad a trabajar. Yo sé que el hombre los echó. La sobrina siempre venía a mi casa a buscarhuevos, eso cuando todavía estaba la madre. A veces yo iba a visitarla pero el hombre no me dejaba llegar. Muchas veces me echó los perros. Dejé de ir y no la vi más, pero varias veces escuché a alguien pasar frente a mi casa y silbar. Hace unos días, yo andaba buscando mi caballo por el cañadón y cerca del pantano escuché un quejido como de un animal. Fui siguiendo el lamento abriéndome paso entre los churquis.
-¿Qué son los churquis?
-Son esos arbustos con espinas enormes que se entran en la carne y se quiebran dentro de la piel. Parecen dientes de fantasmas que ríen a carcajadas. En una hondonada del pantano, cerca del río, encontré a la chica llorando bajito. Estaba atada a un árbol con unas cuerdas de tiento. Alcancé a desatarla y la saqué de allí. Ella me guió para escondernos en una caverna que hay al pie de un cerrito. El tío la había atado porque quiso irse, me dijo. La llevé a una gruta que hay para arriba de la sierra porque el hombre es conocedor. Allí, seguro que no la iba a buscar porque es del lado del norte. La chica está todavía muy herida y el viejo la anda buscando. Usted lo ha visto en el almacén. Un hombre alto y fuerte, de camisa azul. Estaba borracho tomando fernet al lado de la puerta. Dicen que es loco.
-No creo haberlo visto, dije tratando de recordar a alguien de camisa azul.
-Aquí él no me va a encontrar porque sabe que yo no me quedo en casa de nadie.
-¿Y qué quiere que yo haga?
-Que la ayude.
No se me ocurría qué podría hacer más que llamar a la policía. Pero sólo atiné a decir:
-¿Cómo?
-Yendo a buscarla y llevándola a la ciudad.
-Mañana veremos, ahora es tarde. Tenemos que comer algo y dormir. Mañana subiré a la sierra con usted.
Me desperté a la mañana con la sensación de haber soñado la conversación con la amazona, pero a mi lado estaba Benedicta sentada esperando mi despertar. Desayunamos y ella salió a buscar a su caballo. Yo no tenía montura para acompañarla así que pedí un caballo y salimos hacia el monte con un sol que empezaba a arder en la cabeza. Pensaba en lo que estaba escribiendo y en esta cabalgata que había comenzado con la confusa historia narrada por la ciega. El cuerpo me dolía por la cabalgata y el caballo trotaba atrás del de Benedicta hacía una hora. Pasamos por los pantanos, vadeamos un arroyo y fuimos a dar a unos altos cañadones. El cerro, espléndidamente rojo, se destacaba entre la serranía gris. En un recodo del río tomamos por un camino que daba a un caserío, era la casa de Benedicta. Dejamos los caballos atados en un tala y comenzamos a subir hasta la gruta. Parecía mentira ver a una ciega escalando un monte. Al llegar encontramos la gruta vacía y marcas en la piedra que no supe interpretar. En la parte superior de la gruta vi bellísimas pictografías de escenas de caza. Salí al sol enceguecida por la luz y sin saber qué hacer.
-Tenemos que encontrarla, dijo Benedicta.
-¿Adónde?
-Vamos a lo del viejo. Tiene que estar allí.
-Pero es peligroso. Mejor busquemos ayuda.
-No. El hombre es amigo de los políticos. Va a ser peor. Sígame y vaya diciéndome qué ve. Tenemos que tener cuidado.
-Benedicta, todavía no me ha dicho qué le contó la chica. Sería mejor que busquemos ayuda.
-Ahora no le puedo contar. Si quiere irse, váyase. Yo tengo que encontrar a la chica.
Sentí lo despreciable de mi cobardía ante el coraje de la ciega. Debo decir en mi descargo que yo no conocía a la chica, aunque sé que no es una buena excusa. El olor del campo me mareaba. Quería volver a la comodidad de mi casa pero comprendía que sola era imposible de modo que confesé con voz neutra:
-No sé irme sola, Benedicta e insisto en que hay que buscar ayuda.
La seguí. No tenía otra opción. Monte y sierra se abrían delante de mi. Caminamos entre las piedras bajando hasta un vallecito y al pasar por una chacra de maíz vimos la casa. Era grande y bien cuidada. Parecía que no había nadie. Los perros ni se movieron cuando nos acercamos. Íbamos en silencio y yo apretaba la mano de Benedicta como si la ciega fuera yo. Revisamos los alrededores. Los caballos estaban sueltos. Nos decidimos a entrar en las habitaciones. Eran varias, una al lado de la otra. Encontramos camas tendidas, mesas y sillas dispuestas en un comedor amplio. Un florero con flores de tela. Todas las habitaciones estaban sin candado como si acabaran de ser usadas en un día como cualquier otro. Todo muy limpio. La última puerta que nos quedaba por abrir estaba cerrada con candado. Dimos la vuelta rodeando la casa para asomarnos a la ventanita que daba hacia el Norte. Benedicta me pedía que le dijera qué veía. La oscuridad del cuarto no me permitía ver mucho. Un zumbido de moscas me empezaba a marear. Con un palillo retiré parte de la cortinita que me impedía ver. Caí hacia atrás y golpeé la cabeza con algo duro, así dijo Benedicta cuando desperté. En ese momento me parecía estar escribiendo un cuento pero el zumbido de las moscas era real y uno de los perros, un cuzquito viejo, aullaba del otro lado del patio arañando la puerta del cuarto cerrado. Me asomé con dificultad y tuve que describirle a B. lo que estaba viendo. Ella, revoleando los ojos murmuraba:
-¿No dije yo que esto iba a terminar mal? ¿Qué el hombre estaba loco? Loco por ella, por la chica. Vea si no.
Vomité. El sol me perforaba el cráneo y las moscas que se posaban en los cadáveres venían a pegar algo de esa muerte pastosa en micronésimas partes sobre mi piel. Las moscas trasladaban el incesto en sus patas y mi estómago se doblaba. El amor vedado había unido a los amantes hasta la muerte. Las manos ensangrentadas del tío estaban marcadas en la pared blanca y ambos, tío y sobrina, yacían juntos en el suelo de tierra como si fueran ya parte de ella. En la oscuridad parecía que se iban disolviendo en el fango amasado en sangre. El zumbido infernal de las moscas y el aullido del cuzco por todo acompañamiento. Los otros perros respondían al aullido y el desgarrador lamento subía cortando la tarde y golpeando las piedras.
-¡Jesús amado!, dijo Benedicta. -Tenemos que irnos.
Emprendimos el regreso en silencio por esos pedregales solitarios. Y me fui llevando aquellos rostros rígidos y solos conmigo. Cabalgaba por el monte como una sonámbula sin ver las sedosas enredaderas ni las verbenas que brillaban en la tarde. Cerca ya del pueblo, Benedicta acercó su caballo al mío y me dijo con su voz pausada:
-El hombre los mató, créame. Yo escuché los gritos. Él los mató.
Mi cabeza estallaba. Una vez más el miedo se apoderó de mi. La confesión me había destrozado. Entonces el tío no era el muerto y los amantes estaban enlazados en un abrazo eterno ¿Quién era el muerto? ¿Sería posible que Benedicta no fuese ciega? ¿Sería todo una patraña? ¿Podría escribir sobre el coraje después de haber vivido semejante experiencia? Agotada y sin fuerzas, me recosté y dormí. Soñé que escribía un cuento donde había un hombre muerto que se llamaba Nicanor.
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