CLIO
Haide Daiban
Clío
caminaba erguida, sus ojos clavados en un punto del horizonte. Un mechón cano
caía elegante sobre la frente surcada de finas arrugas.
Llevaba
en la mano un primoroso paquetito de confitería, como si fuera un delicado, cristal
,casi suspendido.
Con
paso marcial. Aunque algo cansino, siguió por la calle alamenada, llevando consigo,
también una serie de apellidos cargados de historia.
Cada
tanto oteaba las casas de enfrente , sombrías, centenarias, quizá deshabitadas,
por su aparente soledad, todas ellas rodeadas de jardines umbríos, centenarios,
que le hacían el marco adecuado. Esa vista tan conocida la llenaba de recuerdos
y alegrías.
Aspiraba
el aroma de las flores que la circundaban y tenía ante sí ,otra vez, aquellos
pincelazo de tiestos cargados de colores y aromas. Aquellos, de la vieja casona
paterna.
Los
jacarandaes estaban en flor y como una sonámbula continuaba por la vía violeta,
pisando impávida, las flores caídas, como si estuviera acostumbrada, ( y lo
había estado), a pasar sobre las corolas que en otro tiempo habían echado a su paso los mejores pretendientes
de la ciudad.
De
pronto, su rostro cejijunto, desaprobaba alguna fachada atrevida que
importunaba con sus “modernidades” al barrio.
Llegó
a la Avenida y cruzó manteniendo siempre su mano erguida, que sostenía aún el paquetito.
Pasó frente a la antigua iglesia, se persignó y observó el campanario. El reloj
marcaba desde lo alto las cinco en punto, aceleró el paso. Era la hora del té.
Revió
instintivamente, todas las tardes de su vida y comprobó por enésima vez que
nunca faltó en su cuenta una sola tarde sin el reglamentario five o’clock tea.
Como decía su madre inglesa debía sorberse en tazas de transparente porcelana,
y con delicadeza y elegancia, sin levantar el meñique.
A
Clío le parecía verlas brillar aún,
sobre el mantel bordado, rodeado de cakes y puddings. Mamá cuidaba de aquellas
piezas, con celo y ella , las admiraba
tras la vitrina del comedor. Suspiró quedamente. Clío sabía que solo tomaría el
té en ellas cuando su hermana Anastasia la invitara. ¡La heredera!. Frunció la
nariz con desdén cuidando que nadie notara el
gesto.
Se
detuvo de repente frente a una vidriera, observó los encajes y puntillas.
Arrobada sonrió para sí. Mi vestido, pensó, ese sí que era de encaje de Bruselas,
padre nunca olvidaba de traérmelos en cada uno de sus viajes.
Acomodó
el paquetito y siguió, soberbia, calle abajo, trotando sin querer con el declive que imponía la vereda. Así
solía hacer de chica cuando la acompañaba su nodriza-madre Francisca,¡Si!,
Francisca fue su sombra. Donde ella estuviera, Francisca la seguía. Aunque en
la estancia de su padre, allá por Casares, más de una vez la engañó. Y sus
buenas escapadas se hizo al pueblo.
Entre
la gente aquella, mezclada en la feria, en la placita, ella era una
más. Y se olvidaba de la rigidez de los muebles, de
la frialdad de los mármoles que tenía el casco de “La Augusta”, como le decían
todos.
Mientras
recordaba, Clío caminaba con paso lento. Por fin, jadeando un poco, se detuvo
frente a la casa. Estaba deteriorada y emergían mechones de color debajo del
muro descascarado. Era de una sola planta, faltaba el jardín, que había
sido tapiado burdamente, sin
consideración. A su lado crecía un monoblock rígido, enhiesto. Era un dedo de
cemento que apuntaba al cielo.
Clío
estaba cansada de la caminata, sosteniendo con el dedo meñique el paquetito,
sacó su llavero de plata y abrió la puerta de entrada. Cruzó el patio
enmacetado, giró la llave que abría la puerta de su cuarto y entró.
Estaba
oscuro, dentro y no se escuchaban ruidos en la casa. Aún no habrían llegado la
señora Martín con sus niñas, que volvían del colegio .Eran una compañía aunque tuviera que compartir la casa y el
alquiler ayudaba un poco, la jubilación todavía no la habían aumentado como
prometió el gobierno. Ya vendrían tiempos mejores, o quizá nunca suceda, no se
sabe.
Se
acomodó el cabello con las manos. Se lavó y tendió el pequeño mantel bordado
por su abuela, colocó las dos masas recién compradas en el último platito de
porcelana que le quedaba
Sacó
de la vitrina la taza de porcelana para el té y se dispuso a merendar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario