NO DELATARÁS
Juana Rosa Schuster
Miguel
aceptó por fin incorporarme a la resistencia. Nos reuníamos en un monasterio.
Me ordenaron teñir el pelo y pasaportes con otros nombres fueron suministrados.
Las
personas eran despojadas de todo. A veces, se oían gritos y ráfagas de
ametralladora. Por temor hasta pisábamos con lentitud.
Mi
primer “trabajo” fue tomar un tren y bajar en la tercera estación. Debía
entregar una carta a un telegrafista.
Miguel
me besó con pasión y me dijo que un día formaríamos un hogar.
Un
taxi me llevó a la terminal de trenes. Temblaba. Atravesé el andén y encendí un
cigarrillo.
-¡Señora!-
Un escalofrío recorrió la médula. -¿es este paraguas suyo?- Un alivio interior
recorrió mi cuerpo.
Llegó
la locomotora. Me acomodé en un asiento libre. “Tercera estación”, me repetía.
El
guarda pasó. Se detuvo ante mí y solicitó el boleto. No me agradó cómo me miró.
Noté que se dirigió a un hombre y le dijo algo al oído. Comencé a mirar a los
demás pasajeros. No quise que se advirtiese mi inquietud. Alguien me preguntó
algo, no sé en qué lengua. Fingí no haber escuchado. El inspector desapareció.
Bajé
en la tercera estación. Recordaba cómo encontrar al telegrafista.
Pensaba
qué haría si me seguían. Alguien me dijo una vez: -se puede vivir sin pensar.
No es cierto.
Llegué
a la casona del hombre cuyo nombre desconocía. Le entregué el sobre. Antes le
dije la contraseña. Era un individuo de cabello negro, muy desaliñado.
De
pronto, aparecieron personas uniformadas y le dispararon. El terror impidió el
habla, fui detenida. Me vendaron los ojos y obligaron a entrar en un vehículo.
Me empujaron y caí sobre un piso duro y desparejo. A los pocos minutos me
llevaron para interrogarme. Recibí golpes feroces. Exigían nombres. Me negué a
contestar y una trompada hizo que perdiese dos dientes. –Tenemos métodos para
hacerla hablar.
Quitaron
las vendas de mis ojos y me alojaron en un lugar con paredes húmedas y manchadas
de sangre.
Había
otra mujer, en deplorable estado, acurrucada en un rincón, temblando en forma
compulsiva. Se llamaba Adela. También pertenecía a la resistencia. Me habló con
dulzura y dificultad para expresarse. Supe entonces en qué edificio estábamos.
–Acá,
el primer piso es para los recién capturados, el segundo es para los que van a
seguir siendo interrogados, el tercero, no sé, pero el cuarto es para los van a
dejar libres; porque no se les pudo comprobar nada, fueron muy bien preparados
y no se quebraron frente a la tortura.
-¿Ellos
lo saben?
-No,
pero los van a trasportar en un camión hasta la frontera y les dan un
salvoconducto.
La
sangre manaba de mi cuerpo y me desmayé.
A
la mañana siguiente vinieron a buscarme.
Fui
condenada a muerte por fusilamiento.
Me
despedí de Adela y sentí pena por ella. Parecía casi una adolescente, a pesar
de su aspecto.
Caminé
descalza a través de frías baldosas por el patio. Un agente me conducía, mi
paso era lento, debido a las fracturas.
De
pronto, con el rabillo del ojo, vi algo. Miguel estaba en el cuarto piso
trepado, miraba por la pequeña ventana y golpeaba el vidrio.
Tosí
para que no se escuchen los sonidos y llegué al paredón… miraba siempre hacia
adelante.
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