martes, 18 de julio de 2017

Amelia Arellano



La Conspiración 
Amelia Arellano

El hombre sentado en un sillón tan viejo y desteñido como él, bajo una enorme  higuera,  miró con recelo el perro buldog que lo contemplaba  con ojos interrogantes. 
Un bastón descansando en el apoyabrazos herrumbroso del sillón y el zapato ortopédico en su pie derecho denunciaban su renguera. 
Intentando evitar la mirada del perro levantó hacia el cielo su rostro cuadrangular con mofletes caídos y grandes pliegues en sus mejillas. Su mandíbula inferior  sobresaliente y las comisuras hacia abajo le daban un aspecto nada agradable, mas bien hosco. El sol ya se había puesto  y el horizonte era una mancha violácea. Las primeras estrellas comenzaban a brillar como farolitos suspendidos en el aire. El hombre buscaba la cruz del sur, pero no podía sustraerse a la presencia del perro. Cambió  a propósito la postura de su cuerpo y lo volteó hacia la derecha intentando evitar esa  mirada que lo incomodaba. 
Volvióse de repente y los ojos del animal seguían fijos en él. Tomó su bastón e hizo un ademán amenazante con ambos brazos. El perro en un movimiento súbito se paró y se alejó del lugar rápidamente pese a faltarle la pata derecha trasera.
El silencio del anochecer fue quebrado  por el golpeteo de manos de la mujer que anunciaba la hora de la cena. El hombre se levantó presto. Los ruidos de su abdomen, urgentes, denunciaban su estomago vacío.
En su apuro, pese a su estatura mediana, unas ramas de la higuera casi  rozan su rostro.
Se trasladó con trancos rápidos no esperables dado su cuerpo fornido,  torso ancho y la única pierna corta, recta y robusta.
Un sendero de piedra laja llevaba hasta la casa.
Atravesó una puerta de madera descascarada,  entró a una habitación alumbrada por una débil luz que provenía de un foco que pendía del techo.  Una anciana pequeña lo esperaba al lado de una mesa recubierta por una tela de hule. 
Su aspecto frágil era desmentido  por una mirada enérgica y decidida que escondía detrás de unos anteojos  con marcos de carey que pareciera tenían una función ornamental dado que no se observaba  aumento alguno.
El viejo se sentó en una ruidosa silla de madera destartalada .La mujer sacó  de una plomiza olla de aluminio un cucharón  con alimento  y llenó el plato enlozado. Con brusquedad lo deslizó sobre la mesa. El movimiento hizo que el plato se corriera  hacia el otro extremo de la mesa, pero el viejo frenó el movimiento y lo tomó con avidez. Se dedicaron a ingerir en silencio lo que el magro salario de jubilado les permitía.
El hombre   devoraba la comida en grandes y ruidosos sorbos. Estaba tan concentrado en el acto de comer que no parecía advertir la cara de asco de su mujer ni las gotas del líquido espeso que caían sobre su raída camiseta celeste que con la humedad se convertían en lunares azules. Terminó y miró a la mujer con ojos expectantes. Ella señalo la abollada olla con el mentón y preguntó sin palabras si deseaba más. El emitió un gruñido que se interpretó como un si y la anciana volvió a llenar el plato, esta vez el gesto con el que sirvió la comida salpicó el repasador que hacía las veces de mantel individual.
La mujer, que había terminado su pequeña porción miraba a un punto indefinido, con las manos a los costados de su cuerpo.
El viejo terminó de comer y limpió el plato con un gran trozo de pan, hasta dejarlo brillante; engulló el pan de un bocado, lo que distendió los pliegues  de las mejillas. Se limpió la boca primero con la palma, luego con el dorso. La vieja  miró en silencio los restos de comida en la nariz pequeña y aplastada del viejo. Levantó los platos y a espaldas del hombre, destapó la cacerola  y evitando que la viera, sacó un gran trozo de carne que había en ella, 
Se dirigió al patio a darle la comida al perro. El animal la recibió alborozado, lamiendo sus pies, con la mano sacó el pedazo de carne de un impecable tazón, se lo ofreció y el perro lo tomó  con sus dientes delicadamente.
La mujer se sentó en la reposera, mientras el perro, a su lado, comía despaciosamente, casi sin hacer ruido.
Los pensamientos se enredaron en las ondas levemente insinuadas de su cabello cano,  corto y   prolijamente peinado. Pensaba que lo único que la unía al viejo, era el perro. Además la mutua conveniencia, claro, ella necesitaba comer, medicamentos; él ropa y casa  limpias y sobre todo comida. Se le ocurría que su felicidad estaba puesta en la comida. Por ello no se esmeraba mucho en cocinar pero él devoraba todo como si fuera el mejor manjar del mundo.  Pero había algo que los unía mucho más importante. El odio. Un odio sutil, insidioso, que como el barro oscurecía todo, las paredes de la casa, los vidrios, las arrugas de sus rostros. Que se adhería a su cuerpo, recorría sus piernas, se introducía en su vientre, retorcía sus vísceras, estrujaba su pecho, finalmente como un nido de víboras quedaba enroscado en su corazón. Un odio que se había enquistado y cada metástasis era percibida por el viejo-estaba segura- aunque no lo verbalizara.
Un odio que comenzó hace siglos… ¿O fue ayer?.....Fue la noche que él tuvo el accidente a la salida del motel. Rezó tanto para que muriera, hizo tantas promesas pero parece que no alcanzaron porque lo único que se le murió fue el  pié derecho.
Ella quedó sin auto y sin amiga, él, sin auto y sin pié. Intentaron una y mil veces separarse, pero siempre surgía el mismo escollo: Ninguno de los dos quería ceder el perro. Presentía que el viejo quería quedarse con el animal, no por afecto, sino por llevarle la contra .También pensaba que el viejo sentía celos del buldog, por ello, a propósito le hablaba, lo acariciaba le daba los mejores pedazos de carne. Paradójicamente a medida que crecía su afecto por el perro  también aumentaba la semejanza  del viejo, con la cara de cara de pocos amigos de la noble bestia.
Jamás hablaban. No se separaron pero el castigo mayor fue el silencio.
Su monólogo interior fue interrumpido por los pasos irregulares del viejo. Se levantó ágilmente, tomó el tazón del perro, vacío, y con el se dirigió al interior de la casa.
El perro cuando vio que el hombre se acercaba hizo un movimiento de retroceso.
El viejo se dejó caer en el sillón y un eructo sonoro quebró el silencio de la noche. 
La única luz era la de las estrellas, ya que había renunciado a encender la luz del patio porque la mujer, desde adentro, sistemáticamente la apagaba. 
Una luna grandota acentuaba los claroscuros de la noche. Se insinuaban nítidamente las formas irregulares de la higuera. 
Con su estomago repleto aspiró con fruición los olores de la noche. La suave brisa que venía del norte, traía ráfagas de fragancias, azahares, glicinas, jazmines. Dejó que su cuerpo se relajara. Extendió ambas piernas. Estaba cansado, con el peor de los cansancios, el de no hacer nada.
El perro como siempre lo observaba pero su silueta se fue desdibujando a medida que cerraba  los ojos. De repente, lo sobresaltó una presencia, mas que verla, la presintió.
Se dio vuelta y vio a su mujer con el cuerpo rígido por el odio que había tomado la barreta que servia  para asegurar la puerta y se dirigía hacia él. No dudó de sus intenciones. Se levantó raudamente pese a su discapacidad, giró el cuerpo pero se encontró con el cuerpo amenazante del perro que le gruñía ferozmente. Sus ojos rojos, relampagueantes. Entendió la conspiración. Solo lo movió su instinto de conservación.
Tomó el bastón y golpeó y golpeó.   
Percibió la presencia de la mujer defendiendo el perro, pero no podía  parar. Y golpeó y golpeó.  Los golpes sonaban secos en la noche serena.
Los pelos grises de la vieja se entremezclaron con los pelos del perro y cuando lo salpicó la masa encefálica, no supo si era de ella o del animal .El corazón le golpeaba en el pecho y la transpiración, le impedía la visión. 
En la noche estrellada el grillo interrumpió su serenata al escuchar los pasos de la vieja que acudía a darle al perro el tazón de leche habitual. Este la recibió moviendo su rabo, casi inexistente.

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