Fin de fiesta
María Escobar
En un abrir y cerrar de ojos, Rodrigo acomodó la gran mesa en el centro del living. Puso sillas y platos, cubiertos y copas luego de contar los comensales; doce en total. Isolda iba detrás de el dando algunas indicaciones, con saltitos de gorrión, un poco torcida por la artrosis pero enjaezada como una reina.
-¿Porqué no te pusiste el pantalón que te regalé?
-Me siento cómo do con éste, tía, soy así, soy yo. Los otros se pondrán el placard encima aunque no tengan un peso.
-Cierto, dijo Isolda, sintiéndose un poco avergonzada de su costoso vestido.
-Considerando que la hora prudente era alrededor de las diez de la noche, empezaron a caer con nada más que el saludo, ya que Isolda podía hacerse cargo de todos los gastos. Los saludos y los besos cayeron sobre sus marchitas mejillas corriendo el maquillaje. Aparte Rodrigo miraba el desfile. Nadie lo saludó lo que, en su interior agradeció.
Un profundo desprecio. No entendían el afecto que Isolda sentía por el, salvo por el hecho que le .recordaba su humilde pasado del que no sentía el menor prurito en recordar, hasta con una cierta nostalgia.
Su marido, de origen italiano como casi todos los que habitaban el conventillo de la boca había aprendido de su propio padre la profesión que lo llevó a progresar y con el tiempo dejaron el lugar poco confortable por el departamento en donde ella se sentía como un pájaro silvestre encerrado en una jaula. Cuando vinieron los hijos llegó la resignación y mientras fueron pequeños, hasta la alegría. Ahora ya no estaban, se fueron a Europa haciendo el camino inverso al de sus padres. por eso su apego a Rodrigo, en ese departamento tan grande estaba sola escuchando a veces las risas y las corridas de sus hijos como fantasmas que lo llenaban todo.
Su marido había muerto: un cáncer lo devoró en poco tiempo. Crió a otros sobrinos, algunos estaban ahí con sus mujeres. Pero sin niños. Era una suerte porque la hubieran obligado a estar atenta a que no hicieran algún desastre. Estos otros sobrinos eran queridos pero no como Rodrigo. por eso no lo querían. ¿Qué veía la tía en ese ladronzuelo que, seguramente.
¿Era drogadicto? ese desamor era compartido por el muchacho, mientras los otros caían sobre los manjares, sobre el vino. El chico abrió la heladera y sacó una botella de cerveza y se la empinó hasta el final. Luego tomó otra y otra ,más, hasta que todo se le empezó a nublar. Luego fue al living, aun no habían dado las doce.
¡Salud mierdas! Aquí están todos esperando que Isolda crepe y les deje algo, ¿no?
-Estás borracho pibe. ¿Porqué no vas al balcón a tomar un poco de aire?
Era Tomás el que le hablaba, el mayor de todos los sobrinos. Isolda sólo lo miraba, sin saber qué hacer, esperando que se hicieran las doce y esto los entretuviera, yendo al balcón a ver los fuegos artificiales. Ella tomó algo y fue a sentarse junto a Eleonora, su vieja amiga que, con su eterna sonrisa, miraba todo y entendía poco. Ya andaba con bastón, una rotura de cadera de la que aun no se había repuesto, pero sola no quería ¿Acaso no tenía a sus hijos? “Tendrás familia e hijos, pero dentro de treinta años no tendrás nada” ¿Donde lo había leído? No importa pero era así. Tenía aun algunas amigas, como Isolda que aun seguía en pie, tan sólida, tan fuerte, creando en derredor un sueño de perpetuidad que la mantenía siempre al borde de las cosas, apenas rozadas por sus ojos muy miopes.Todo lo veía borroso pero no quería usar los anteojos, entonces seguía a todos como detrás de una neblina parecida a la que siempre flotaba en el riachuelo cuando se mudaron aquí, en el piso once, alcanzaba a ver el río y, más allá , la orilla del Uruguay pero ahora los edificios altos eran un paisaje árido, monótono, sin el verde de la copa de los árboles que no alcanzaban a arañar esas alturas. con sus ojos miopes, Isolda miraba el festín en torno de la mesa. Buscó a Rodrigo y creyó verlo sentado en el balcón de espaldas a la reunión, a la algarabía que encendía el vino en las mejillas de todos.
- Van a ser las doce - gritó Jimena, flacucha y de ojos saltones, mostraba el reloj en su muñeca, trajeron el champán helado y esperaron a que, la televisión, encendida les dijera que eran exactamente las doce para brindar. ¿Y Rodrigo? Nada, seguía en el piso del balcón. Ahora con la cabeza en el pecho. Ya habían estallado toda la cohetería y todos habían corrido al balcón y los ¡ahh! se multiplicaban. Esto duró lo suficiente como para que alguien tropezara con las piernas de Rodrigo.
-Che, dijo Tomás.– Está muy pálido. No puede ser solo alcohol.
-Ayúdenme a entrarlo. Entre dos lo llevaron a la pieza que había sido de tito. Isolda vino desencajada.
-Qué tiene, qué tiene. –Un cóctel de alcohol y droga, tía, -Algo se podrá hacer, por lo menos esta vez no murió, pero quién sabe, Isolda, vos no podés hacerte cargo, hay lugares a los que puede ir.
-No dijo Isolda con energía- yo me hago cargo. Ahora váyanse, para mí la fiesta terminó.
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