jueves, 25 de mayo de 2017

Guillermo Giménez


                                   Escarcha  
Guillermo Giménez

El frío de la noche penetraba hasta los huesos en contraste con el calor y los vapores que producía la faena en el recinto de la muerte que se veía justo enfrente al otro lado del camino que pasaba por delante. Grandes focos alumbraban claramente el interior de aquel tinglado, donde se observaba el accionar de verdugos con cuchillos en la mano, disfrutando su tarea, o por lo menos eso parecía. Se podía ver todo desde lejos porque dejaban abiertos los grandes portones corredizos. El alboroto era mucho, se escuchaba el vocerío obsceno mezclado con el ruido de aparejos, de cadenas y roldanas con ganchos que corrían por carriles llevando las reses para el frente donde después se cargarían en los camiones. Todo ese montaje estaba asentado sobre una amplia superficie de cemento bastante elevada en relación al camino y al entorno.
Al costado derecho, fuera del tinglado, se veían unos corrales y una manga, eran dos empalizadas de madera convergentes, que formaban un embudo desembocando en una rampa muy angosta donde pasaba un solo cuerpo. Por ahí eran empujadas en fila las que serían ejecutadas. Con picanas las obligaban a subir hasta el cadalso. Iban asustadas con los ojos bien abiertos. Era más que una intuición, era certeza dictada por su instinto, sentían la presencia de la muerte. Algunas intentaron escapar retrocediendo, buscando una salida por el fondo del encierro, pero fueron azotadas y regresadas a la manga.
Mientras  eso sucedía, otras reces esperaban su turno, paradas en la escarcha formada sobre el barro; que en un rato quebrarían sus pasos en rumbo hacia el final. Contrastando con el alboroto interno sólo se escuchaba, bajo la luz de la luna, el sereno silencio de la noche sin viento, y además otro silencio, que sólo rompía cada tanto el chasquido de un látigo en medio del corral.
Ramiro contemplaba el espectáculo desde el otro lado del camino acurrucado bajo un carro soportando la inclemencia. No tenía buen abrigo y se cubría con un mandil con olor a sudores de caballo. Pero no era suficiente y tiritaba. A unos metros a su espalda, atado a la intemperie en un poste de alambrado, su caballo también se estremecía. Ahí estaban los dos aguantando hasta que lo llamara el capataz para cargar las medias reses.
¿Por qué razón estaba ahí todas las noches? No lo sabía. Ya iban a cumplirse los dos años. Se lo había preguntado varias veces y no hallaba una respuesta. Lo único que se le ocurría era algo que había escuchado alguna vez: "son circunstancias de la vida", no entendía bien lo que significaba, pero le había gustado la frase y la usaba por costumbre.
Con los ojos empañados por el frío observaba la escarcha en las cunetas del camino, pero esa escarcha no era blanca, más bien era rosada, casi roja. Aunque al principio le causaba rechazo y repulsión ese espectáculo, a pesar de su corta edad, ya se había acostumbrado y estaba templado para ver de cerca la muerte cada noche.
Sin embargo conservaba algunos miedos. Uno de esos miedos era volver solo con el carro en plena madrugada, atravesando lugares desolados por
caminos muchas veces pantanosos con árboles muy altos de ambos lados que con la unión de sus copas formaban túneles sombríos. Sólo con algunos descampados cada tanto, en un trayecto bastante largo, donde no existía nadie más que él, sólo él, su carro y su caballo.(Una manera de decir, en realidad no eran de él, sino del capataz). Llevaba en su mano un tramo de cable de acero, era el arma para su defensa, que por suerte nunca había utilizado.
 A medianoche los trabajadores del matadero hacían un alto en la faena y se tomaban un descanso. A esa hora llegaba puntualmente un vendedor de pasteles y café caliente, para hacer su negocio. Apoyaba la
canasta y los termos en un costado del puente de barandas bajas de ladrillos a la vista que pasaba la zanja y permitía la entrada a los camiones; ahí se ubicaba y esperaba a su clientela. Ramiro cruzaba el camino y se sentaba en la baranda de enfrente un poco más adelante para estar más a la vista, con la esperanza de que le dieran un pastel. Pero nunca lo vieron, aunque casi lo rozaban al pasar. Eran grandes y llegaban pisando fuerte con botas de goma y sus cuchillos envainados en la cintura. Al comprar habrían bien la mano llenándola lo más posible y pasaban delante de él metiéndose en la boca pasteles enteros sin ninguna compasión.  Al final desistió y en las noches siguientes se quedó bajo su carro.
Ya era el segundo invierno que venía pasando frío. "Circunstancias de la vida", se decía, aunque ése había llegado sin piedad, con gran crudeza. Especialmente esa noche, el frío congelaba hasta el aliento. Pensaba Ramiro que si no moría esa noche, no moriría nunca más.
A la media madrugada había terminado la faena y el ganado colgaba de los ganchos. El capataz lo llamó a los gritos desde el puente, ordenándole enganchar el carro y que fuera a cargar dos medias reses.
Ramiro se levantó muy lentamente todo entumecido frotándose las manos. Y agarrando un lienzo viejo, quitó la helada del lomo a su caballo, y lo palmeó, era su compañero y estaban del mismo lado del camino y en la misma desventura. Cumplió con el mandato que le diera el capataz y partió con la carga por la noche, iniciando el regreso por el camino de sus miedos. Aunque esa noche a diferencia de otras, había luna, que de nada servía al entrar en los túneles sombríos de árboles gigantes. Ahí se le oprimía el corazón y agarraba con fuerza el cable de acero para defenderse de lo que fuera.
Serían más o menos las tres de la madrugada, ya había recorrido medio camino y pasado por varias arboledas sombrías con pocos descampados. En ese momento salía de una de esas enramadas y desembocaba en un claro del camino, entonces sintió alivio. El paisaje era sólo campo helado, todo blanco, abajo escarcha y arriba luna y en el medio desolación, y en esa desolación, sola su alma en la noche larga.
Iba avanzando por el silencio sintiendo frío, cuando de pronto desde la nada, apareció en el medio de esa blancura un animal raro que jadeaba y husmeaba como los perros, pero no era un perro, era mucho más grande y además tenía pezuñas, cuernos y una cola larga y movediza. Iba de un lado a otro con mucha energía y agilidad, con la cabeza hacia abajo jadeando y olfateando, sin mirarlos, como si no le importaran. No se le veían los ojos. Le salía humo de las fosas nasales que se abrían y cerraban respirando de una forma pavorosa. El caballo levantó la cabeza y paró las orejas en un estado de alerta como advirtiendo algo antinatural. Ramiro se quedó duro con los ojos desorbitados y el corazón redoblando, sólo atinó a sujetar bien las riendas y empuñar fuerte el cable de acero para defenderse. El animal empezó a dar vueltas a cierta distancia alrededor del carro, acercándose en cada vuelta un poco más. El caballo emitiendo resoplidos cada vez más asustado se tiraba a los costados y también a la retranca. Hasta que de pronto, el ser se detuvo frente a ellos, se alzó parándose en dos patas y mostró su cara espeluznante clavando la mirada en los ojos de Ramiro, una mirada siniestra de profundo rojo fuego. Entonces Ramiro pudo ver desde lo alto en donde se encontraba, se encontraba en el espacio entre medio de la escarcha y de la luna, por encima de la copa de los árboles, como espantado su caballo con el carro se volvía despavorido hacia el túnel de enramadas; también pudo ver su cuerpo tirado en el camino. Fue lo último que vio... de él, su carro y su caballo.


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