Escarcha
Guillermo Giménez
El
frío de la noche penetraba hasta los huesos en contraste con el calor y los
vapores que producía la faena en el recinto de la muerte que se veía justo
enfrente al otro lado del camino que pasaba por delante. Grandes focos
alumbraban claramente el interior de aquel tinglado, donde se observaba el
accionar de verdugos con cuchillos en la mano, disfrutando su tarea, o por lo
menos eso parecía. Se podía ver todo desde lejos porque dejaban abiertos los
grandes portones corredizos. El alboroto era mucho, se escuchaba el vocerío
obsceno mezclado con el ruido de aparejos, de cadenas y roldanas con ganchos
que corrían por carriles llevando las reses para el frente donde después se
cargarían en los camiones. Todo ese montaje estaba asentado sobre una amplia
superficie de cemento bastante elevada en relación al camino y al entorno.
Al
costado derecho, fuera del tinglado, se veían unos corrales y una manga, eran
dos empalizadas de madera convergentes, que formaban un embudo desembocando en
una rampa muy angosta donde pasaba un solo cuerpo. Por ahí eran empujadas en
fila las que serían ejecutadas. Con picanas las obligaban a subir hasta el
cadalso. Iban asustadas con los ojos bien abiertos. Era más que una intuición,
era certeza dictada por su instinto, sentían la presencia de la muerte. Algunas
intentaron escapar retrocediendo, buscando una salida por el fondo del
encierro, pero fueron azotadas y regresadas a la manga.
Mientras eso sucedía, otras reces esperaban su turno,
paradas en la escarcha formada sobre el barro; que en un rato quebrarían sus
pasos en rumbo hacia el final. Contrastando con el alboroto interno sólo se
escuchaba, bajo la luz de la luna, el sereno silencio de la noche sin viento, y
además otro silencio, que sólo rompía cada tanto el chasquido de un látigo en
medio del corral.
Ramiro
contemplaba el espectáculo desde el otro lado del camino acurrucado bajo un
carro soportando la inclemencia. No tenía buen abrigo y se cubría con un mandil
con olor a sudores de caballo. Pero no era suficiente y tiritaba. A unos metros
a su espalda, atado a la intemperie en un poste de alambrado, su caballo
también se estremecía. Ahí estaban los dos aguantando hasta que lo llamara el
capataz para cargar las medias reses.
¿Por
qué razón estaba ahí todas las noches? No lo sabía. Ya iban a cumplirse los dos
años. Se lo había preguntado varias veces y no hallaba una respuesta. Lo único
que se le ocurría era algo que había escuchado alguna vez: "son
circunstancias de la vida", no entendía bien lo que significaba, pero le
había gustado la frase y la usaba por costumbre.
Con
los ojos empañados por el frío observaba la escarcha en las cunetas del camino,
pero esa escarcha no era blanca, más bien era rosada, casi roja. Aunque al
principio le causaba rechazo y repulsión ese espectáculo, a pesar de su corta
edad, ya se había acostumbrado y estaba templado para ver de cerca la muerte
cada noche.
Sin
embargo conservaba algunos miedos. Uno de esos miedos era volver solo con el
carro en plena madrugada, atravesando lugares desolados por
caminos
muchas veces pantanosos con árboles muy altos de ambos lados que con la unión
de sus copas formaban túneles sombríos. Sólo con algunos descampados cada
tanto, en un trayecto bastante largo, donde no existía nadie más que él, sólo
él, su carro y su caballo.(Una manera de decir, en realidad no eran de él, sino
del capataz). Llevaba en su mano un tramo de cable de acero, era el arma para
su defensa, que por suerte nunca había utilizado.
A medianoche
los trabajadores del matadero hacían un alto en la faena y se tomaban un
descanso. A esa hora llegaba puntualmente un vendedor de pasteles y café
caliente, para hacer su negocio. Apoyaba la
canasta
y los termos en un costado del puente de barandas bajas de ladrillos a la vista
que pasaba la zanja y permitía la entrada a los camiones; ahí se ubicaba y
esperaba a su clientela. Ramiro cruzaba el camino y se sentaba en la baranda de
enfrente un poco más adelante para estar más a la vista, con la esperanza de
que le dieran un pastel. Pero nunca lo vieron, aunque casi lo rozaban al pasar.
Eran grandes y llegaban pisando fuerte con botas de goma y sus cuchillos
envainados en la cintura. Al comprar habrían bien la mano llenándola lo más
posible y pasaban delante de él metiéndose en la boca pasteles enteros sin
ninguna compasión. Al final desistió y
en las noches siguientes se quedó bajo su carro.
Ya
era el segundo invierno que venía pasando frío. "Circunstancias de la
vida", se decía, aunque ése había llegado sin piedad, con gran crudeza.
Especialmente esa noche, el frío congelaba hasta el aliento. Pensaba Ramiro que
si no moría esa noche, no moriría nunca más.
A
la media madrugada había terminado la faena y el ganado colgaba de los ganchos.
El capataz lo llamó a los gritos desde el puente, ordenándole enganchar el
carro y que fuera a cargar dos medias reses.
Ramiro
se levantó muy lentamente todo entumecido frotándose las manos. Y agarrando un
lienzo viejo, quitó la helada del lomo a su caballo, y lo palmeó, era su
compañero y estaban del mismo lado del camino y en la misma desventura. Cumplió
con el mandato que le diera el capataz y partió con la carga por la noche,
iniciando el regreso por el camino de sus miedos. Aunque esa noche a diferencia
de otras, había luna, que de nada servía al entrar en los túneles sombríos de
árboles gigantes. Ahí se le oprimía el corazón y agarraba con fuerza el cable
de acero para defenderse de lo que fuera.
Serían
más o menos las tres de la madrugada, ya había recorrido medio camino y pasado
por varias arboledas sombrías con pocos descampados. En ese momento salía de
una de esas enramadas y desembocaba en un claro del camino, entonces sintió
alivio. El paisaje era sólo campo helado, todo blanco, abajo escarcha y arriba
luna y en el medio desolación, y en esa desolación, sola su alma en la noche
larga.
Iba
avanzando por el silencio sintiendo frío, cuando de pronto desde la nada,
apareció en el medio de esa blancura un animal raro que jadeaba y husmeaba como
los perros, pero no era un perro, era mucho más grande y además tenía pezuñas,
cuernos y una cola larga y movediza. Iba de un lado a otro con mucha energía y
agilidad, con la cabeza hacia abajo jadeando y olfateando, sin mirarlos, como
si no le importaran. No se le veían los ojos. Le salía humo de las fosas nasales
que se abrían y cerraban respirando de una forma pavorosa. El caballo levantó
la cabeza y paró las orejas en un estado de alerta como advirtiendo algo
antinatural. Ramiro se quedó duro con los ojos desorbitados y el corazón
redoblando, sólo atinó a sujetar bien las riendas y empuñar fuerte el cable de
acero para defenderse. El animal empezó a dar vueltas a cierta distancia
alrededor del carro, acercándose en cada vuelta un poco más. El caballo
emitiendo resoplidos cada vez más asustado se tiraba a los costados y también a
la retranca. Hasta que de pronto, el ser se detuvo frente a ellos, se alzó
parándose en dos patas y mostró su cara espeluznante clavando la mirada en los
ojos de Ramiro, una mirada siniestra de profundo rojo fuego. Entonces Ramiro pudo
ver desde lo alto en donde se encontraba, se encontraba en el espacio entre
medio de la escarcha y de la luna, por encima de la copa de los árboles, como
espantado su caballo con el carro se volvía despavorido hacia el túnel de
enramadas; también pudo ver su cuerpo tirado en el camino. Fue lo último que
vio... de él, su carro y su caballo.
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