El sueño del arpa
cuento de Lulú Colombo
En
la calle Montevideo, cerca del río, una tibia tarde de otoño fluía la
encantadora melodía de un arpa jugueteando con el aire y con todas las
ventanas. Los delicados acordes acariciaban viejos plátanos que languidecían
desnudándose de hojas y de pájaros. Nadie sabía quién tocaba con tanto
virtuosismo. En un desván, Paulina acariciaba las cuerdas de una vieja
guitarra. Tenía apenas seis años. Pronto se dio cuenta que al tocar las duras
cuerdas, la guitarra sonaba como un arpa española. La ciudad, meticulosamente
plana y cuadriculada, vestía sus grises calles con doradas hojas que jugaban al
sol. Un vendedor de churros proclamaba su mercadería a gritos y soplos de
corneta. Los ventrudos balcones con sus hojas y flores de hierro dejaban ver
cortinas y sombras. Pero la ciudad era otra cuando Paulina tomaba aquella
guitarra vieja, los acordes del arpa salían disparados hacia el cielo y todo lo
llenaban. Fue creciendo con aquella música que la envolvía como un manto protector.
La madre pronto descubrió que su hija tenía inclinación musical y la mandó a
aprender piano. La casa de la maestra de piano tenía cortinas pesadas que
encubrían otras muy tenues. Paulina temblaba y sus pies no le obedecían. En el
silencio de la saleta del piano, Beehtoven la acechaba con sus ojos vacíos y su
cabellera en desorden. Ella era capaz de concentrarse y producir la más bella
melodía del mundo siempre que el miedo no la tocase con sus alas negras. Las
clases se sucedieron bajo la mirada severa de la maestra. La niña, aterrada,
debía concentrarse para producir errores en "Para Elisa" porque su
profesora hubiera encanecido de golpe si tan siquiera hubiera vislumbrado el
secreto de Paulina. Juan, su compañero de escuela, también iba a piano.
Pasaron
los años y en la plana ciudad, Paulina tocaba el piano y soñaba. Tenía alumnos
pequeños y el sueño del arpa en el desván había quedado atrás. Un día, no
obstante, a los veinte años, sueña que toca el harpa en una iglesia de piedra.
Hay un coro esperándola y ella avanza hacia el arpa que la espera erguida como
un caballito de mar. Inclina la cabeza y oye los aplausos de bienvenida. Otro
día, sueña que cruza en tranvía el puente Dreirosenbruke rumbo a un
conservatorio con fuentes y estatuas donde la esperan en una pequeña sala con
ventanas engarzadas de rosas gigantescas. Se siguen los conciertos con el arpa virtuosa.
La aqueja, por fin, una melancolía de lugares donde nunca había estado. Ve un
hall inmenso donde se acumulan instrumentos musicales y hay bullicio de voces.
Allí se ve entrando y todos la saludan. Agita los párpados pero la sensación de
realidad perdura. La atormenta a paradoja de ser y no ser ella, estar y no
estar en ningún lugar. Su alma comienza a sentir que el velo del tiempo está
corrido y que no puede evitar acariciar
el arpa y cantar acompañada por un trombón medieval y un clavecín en una
portentosa iglesia de piedra con una araña de mil brazos de cobre que la llaman
hacia sí dulcemente como los brazos de miles de madres. Comienza a preguntarse
por qué ocurre todo esto. Ha vivido en Rosario, cerca del río, toda su corta
vida. ¿Cómo puede ser que yo tenga la memoria falseada?, se pregunta sin
obtener respuesta y continúa en sus cavilaciones: esto es una memoria falseada
porque no es sueño y tampoco es deliquio. No estoy soñando. Estoy tocando el
arpa en esta maravillosa iglesia y eso me cansa pero me hace vibrar. Es posible
que haya un pase de la conciencia a la naturaleza virtual.
Paulina
era una joven pianista sin preocupaciones hasta que empezó a aparecer el arpa
nuevamente en su vida. Seguía dando clases de piano, pero se iba encerrando porque
las vivencias eran cada vez más fuertes y maravillosas y no podía sustraerse a
ellas, ni quería. Así fue como se enfermó de esa melancolía irresistible que
postra a las almas curiosas. Pálida pero radiante, escribía fervorosamente en
un cuaderno esos paseos por los huecos del tiempo. Escribía con una letra n febril
en alemán o austriaco. Nadie sabía qué decían esos cuadernos. Se fueron
acumulando mientras Paulina, siempre de camisón largo y blanco, parecía una
virgen en su calvario sonriendo castamente ante el placer de esos mundos.
Por
esos tiempos, Paulina oyó hablar del arribo a la ciudad de un guía espiritual
que enseñaba a producir milagros y como
ella estaba convencida de que sus vivencias eran milagros y temía compartir
esas perlas, se vistió con sencillez y fue a consultarlo. Contó su historia
doble un poco avergonzada. No puedo mencionar el nombre del guía sin estremecerme
por la sincronicidad de una serie de experiencias reales. Paulina le había
llevado al guía algunos de sus cuadernos y en ellos, entre partituras enteras y
notas en alemán, estaba dibujada una joven. Seguramente era ella misma, aunque
Paulina aseguró al guía que esta joven se llamaba Ranjil Vön Ruckert. Con una
calma despojada, contó al gurú que sencillamente no tenía la sensación de
continuidad que debería darle la memoria. Se producen "huecos", y
aparezco tocando el arpa en un castillo del siglo XV en Alsacia. Nunca salí de
Rosario, vivo en una casa antigua en el centro viejo. Doy clases de música pero
esto es bastante irreal pues no soy yo, aunque tampoco creo que sea un sueño,
dijo. Supongo, agregó, que una coincidencia es que dos o más hechos pasen al
mismo tiempo y creo que hay una coincidencia entre Ranjild y yo. El guía la
escuchó sin inmutarse y con la voz amable de un buda le explicó que la
continuidad y solidez del mundo existen en la imaginación y son alimentadas por
sentidos que no pueden discernir las ondas de energía e información que
conforman el nivel cuántico de la existencia. Ella dijo: Entonces, quiere decir
que yo soy Ranjild y Paulina. No es mi memoria la que revive a Ranjild, ni la
que sueña a Paulina. El gurú sonrió. Le explicó la naturaleza dual de la
partícula y la onda y cómo ella podía pasar de la una a la otra y producir el
milagro. Entonces Paulina se calmó y fue muchos atardeceres a cantar mantras
con el guía. Seguía anotando sus conciertos de arpa por toda Europa y los
cuadernos se apilaban en el desván donde también dormía la vieja guitarra.
Durante un tiempo se la vio bella y traslúcida como a un sueño, con su ropa
leve y blanca sentada dando clases junto a la ventana barriguda de hierro. El
guía partió a su India ancestral y Paulina siguió tocando el arpa y dando
clases de piano. Un libro cayó en sus manos en forma casual. Su madre, que
había muerto recientemente, tenía un libro de Borges. Era una vieja edición de
tapas verdes y Paulina hojeaba el libro
como si su madre pudiera volver a la vida a través del papel, o como si ella
tuviera el poder de devolverle la vida cuando acariciaba esas gastadas tapas.
Un día tomó el libro y lo abrió al azar.
Leyó azorada a un Borges que evocando a Hawthorne asegura que la mente que una
vez ha soñado los sueños, volverá a soñarlos. Y lee. Lo extraordinario es que
ella siempre está en lugares diferentes tocando el arpa y cantando, jamás se
repite el lugar.
Paulina
había quedado sola en el caserón, o con Ranjild tal vez, pero nunca pudo soñar
a su madre ni traerla a la vida. Así fue como percibió que en realidad ella era
el simulacro de una idea original: Ranjild es quien me sueña, pensó, Ranjild me
ha soñado pequeña en el desván, y como aquí no hay arpa, hizo sonar la
guitarra. Ranjild me ha soñado tocando el arpa en el desván. Allí ha comenzado
todo, en el sueño del arpa.
A
partir de aquel día, Paulina, como Hawthorne, comenzó también a registrar
listas enormes de eventos y detalles de lo que veía o creía ver. Era un modo de
asirse a algo y de librarse de la sensación de irrealidad que la poseía. Se
tocaba y la consistencia de su cuerpo le era la de un ser fantasmal. Cada vez
le parecía más evidente que alguien la soñaba y ese alguien era Ranjild. Siguió
escribiendo interminables listas de conciertos. Todas las veces que Juan, que
siempre la siguió visitando, iba a su casa, la escuchaba tocar el piano
admirado y la sonoridad que ella arrancaba al instrumento a él le parecía que
tenía el sonido de un arpa. Juan, ciertamente ignoraba el secreto de Paulina.
En el desván al que alguna vez había entrado, reposaba una verdadera biblioteca
de de cuadernos apilados junto a la vieja guitarra. Jamás vio nada extraño.
Después de todo mucha gente escribe y guarda manuscritos en el desván de
infinitas casas en todo el mundo. La relación entre ambos estaba pautada por la
música y todas las veces que ella parecía estar enferma, Juan acudía a su casa
para acompañarla. Él también tocaba el piano pero en forma totalmente amateur.
Posiblemente Juan la amaba desde la infancia. Ella era para él una concertista
nata enseñando piano en una ciudad perdida de esta América del Sur. Juan recordaba
cuando eran niños e iba a jugar a casa de ella. Mientras esperaba a que le
abrieran la puerta, se escuchaba el sonido de un arpa celestial. Juan no podía
imaginar que era Paulina tocando, ni que era un arpa: ¡tenían seis años!
En
el 2001, cuando se produjo la debacle en Argentina, Paulina, pálida como una
muerta, reveló a Juan que debía irse a
Europa. Que tenía que hacer algo allá.
Juan, en su ignorancia, entendió que ella iba a "encontrarse con su
sueño", como miles de compatriotas que se iban escapando de la crisis. Por eso a él no le pareció extraña la
decisión. Aquí en la ciudad, a esas alturas, pocos estudiaban ya el piano. A la
desolación de la falta de trabajo se unía el dolor por los que se iban. Ella le
vendió su casa con todo lo que contenía por
poco dinero a condición de que la conservase inalterada. Él lo prometió.
La insistencia de ella era ineludible. Paulina prometió escribirle. Se marchó y
jamás lo hizo. Él leía todo sobre los argentinos en el exterior como un modo de
estar cerca de ella.
Pasó
el tiempo. Todo esto es pura ilusión, pensaba Juan, no la veré más. Estuve
todos estos años tratando de entender lo que ha escrito en los cuadernos. No sé
si debo seguir. El alemán me es demasiado dificultoso. Paso noches y días
traduciendo los cuadernos del sueño del arpa ¿para qué? Estoy a fojas cero
nuevamente. Estoy perdido.
El
deseo de conocer a Paulina a través de esos extraños cuadernos llegó al
paroxismo cuando Juan recibió una carta de Reinjald Vön Ruckert. Él pensó que
era un chiste de mal gusto de Paulina. Abrió el sobre y el espanto subió por
sus venas hasta dejarlo seco en medio del pantano de sus pensamientos. Buscó su
traducción horrorizado. Reinjald está tocando en Leyden el mismo concierto que
acabo de traducir, comprobó aterrado, aunque el texto de Paulina, que es
idéntico, sea de 1994 y la carta de Reinjald fechada nueve años después. En uno
de los cuadernos leyó el texto idéntico al de la carta: "Estoy en Leyden,
en la Peterskerk. No hace mucho frío. Acabo de dar el concierto y aprovecho
este momento para escribirte. Los solistas han recibido rosas. Han cantado el
Sabat Mater de Scarlatti. Cuando pueda hacer un hueco en el tiempo tocaré el
piano en una ciudad muy plana y gris del Nuevo Mundo y tendré mucho niños a mi
alrededor. La voces salieron estupendas... ", y sigue el relato
exactamente igual al que Juan había acabado de traducir pocos días atrás. Las
firmas son también idénticas. Junto con la carta viene un programa escrito en
alemán y holandés donde aparece el nombre de Reinjald Vön Ruckert, es la
solista de arpa.
Todavía
desconcertado, Juan recordó algo de lo que había traducido con tanta
dificultad. Su corazón bate alocadamente. Trata de serenarse pensando que es
posible que Reinjald no haya sido el sueño de Paulina. La lógica del deseo lo
hace concluir que si lo que ha pasado más de una vez puede muy bien volver a
ocurrir, es posible también que el velo
del tiempo vuelva a rasgarse. Entonces, la delgada silueta de Paulina allí,
junto al piano, no sería un sueño.
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