jueves, 25 de mayo de 2017

Haide Daiban


                                  Libros  - Libros  
Haide Daiban

Juan Carlos compró estanterías. Estantes y más estantes para armar la anhelada biblioteca.
Mientras tanto los libros se hallaban apilados en el suelo. Un día era apoyar la enciclopedia que ya no cabía en el costado del placard, otro era sumarle las novelas que había comprado en librerías de viejo, esas de la Avenida de Mayo o de Corrientes .La pila fue acompañada de otra más alta, con libros de la Facultad. Sí, eran libros en uso que durante el período de clases se acumularon como al descuido y él no sabía cuándo ni cómo atesoró allí, en el rincón junto a la columna. 
En el lapso entre exámenes, la columna se mimetizó con otra pila adyacente a la primera y vecina a las otras. Esa zona de la habitación era intransitable.
Pensó que algunas valijas en desuso podían resguardar los libros menos frecuentados y comenzó la segunda fase, separar en la valija de lona, los libros de bolsillo, esas novelitas de los años juveniles. En una segunda de cuerina, destartalada ya por el uso, ubicó los de arte y decoración y dejó el bolso grande, más maleable para los de filosofía y religión.
Ese orden desordenado, le dio a su cuarto de estudios un aspecto de compra venta y el olor a papel, polvo y tiempo, hicieron lo demás.
Pero ahora, después de varios años de saltar sobre las pilas de libracos, de abrir y cerrar valijas y de acomodar debajo del escritorio volúmenes  que ni él sabía de qué se trataba, se decidió a la compra.
Era una compra de emergencia pues el espacio se le cerraba  Y muy pronto no podría entrar ni salir del lugar. Sin embargo le costó la decisión puesto que ese era su refugio y cada cuerpo superpuesto, polvoriento, de tapas coloreadas y hojas herméticas a la espera de sus ojos, Eso, era su vida.
En el primer fin de semana, armó la biblioteca y se dispuso a ordenar. Para ello tuvo que separar primos de entenados e hijos varios. Doloroso trabajo técnico, frío, pero también necesario.
Parecía que muchos de aquellos tomos se resistían o se quedaban adheridos a sus compañeros de años, o se deslizaban de las pilas, como escondiéndose…
No, es evidente, se decía, que no quieren cambios. ¡Pedazo de idiotas! No entienden de comodidades. ¡Qué embromar!
Los fue ordenando, clasificando y hojeando, como quien pregunta al amigo reencontrado: ¿Qué tal, viejo? ¡Vos por aquí!
Y al fin se dejaron acariciar hasta los más reacios.
En una semana estuvo todo en orden, dos paredes y media llenas, atestadas de años, gustos marcados por su adolescencia y su adultez.
Y el cuarto fue, entonces un gran vacío sostenido por paredes sólidas, tapizadas, que le brindaban un poco de calidez. Calor de hogar, decía Juan Carlos cuando recorría los estantes.
El ventanal del cuarto se cerró para no herir a sus amigos con el polvo y la luz, con el mundo de afuera.
Esta nueva estética le ayudó a encontrar a cada uno de sus queridos libros, a descubrir marcas y subrayados que perdieron su verdadera significación, pero allí estaban. Recuperó flores secas, anotaciones y boletos capicúa, entre páginas amarillas.
Y terminó adaptándose al cuarto, a la biblioteca, que de noche era el gran fantasma que lo espera agazapado contra las paredes. Se adaptó a su rincón de lectura, con la lámpara de la abuela, la rescatada del altillo, iluminando su sillón bergere, el de los brazos cálidos y los hombros protectores.
Tantas eran las horas de lectura, las manos sosteniendo libros, su vista solo en sus tesoros, su aislamiento progresivo, que creyó compenetrarse en esos cuerpos tan mudos y tan dicharacheros a la vez.
Sus manos se fueron blanqueando a la sombra de su cuarto, ajenas como él, al mundo exterior, al sol, al apretón de manos.
 Todo él era blanco papiráceo. Sin embargo sus dedos mantenían agilidad en la ejercitación del hojeado. Por momentos perdía la sensación de corporeidad, de tiempo o espacio y le empezó a gustar la compañía del libro entre sus brazos mientras dormitaba. A veces leía apoyado contra la pared, rígido e insensible a todo.
 Los libros de su propiedad tuvieron dos categorías, no de buenos o malos, ni de amarillentos o apolillados, nuevos unos y desvencijados otros y así se percató, que por momentos algo sucedía pues tenía preferencias por las texturas y los colores de las tapas, por los olores a tiempo, a tinta fresca, como si el contenido fuera relegando su primacía. 
 Ese era el panorama: estaba él, Juan Carlos, las paredes atestadas, su lámpara que lo unía a su pasado, a un recuerdo vago de abuelas y pastelitos, a cuentos, a hogar y a patios. Estaba también su sillón y el gran ventanal, ahora cerrado.
 Una tarde, quizá de otoño, suponen muchos, la nostalgia lo invadió mientras leía vaya a saber qué y en un inconsciente ataque de vida, abrió el ventanal. La calle estaba quieta, vacía. Nadie se alertó con su presencia ni con el ruido chirriante de las bisagras enmohecidas.
 El viento comenzó a agitarse inquieto y en un alarde de otoño, se arremolinó frente a él y en cada giro, Juan Carlos sintió que se despedazaba, volaba, desencuadernándose sin escrúpulos y llenando el aire de finas hojas de papel, que revoloteando se alejaron por las calles de Buenos Aires.

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