lunes, 27 de febrero de 2017

Marta Becker

  VIAJE INSOLITO 
  Marta Becker

Mientras lo espero siempre viene a mi mente la misma pregunta ¿hay algo más impersonal que un ascensor? El artefacto parece un gigantesco monstruo que abre sus fauces para tragarnos. Moby Dick que nos atrapa, cierra la boca y, cuando siente cosquilleos en su estómago, nos escupe de a poco en cada piso. 
Hoy es un día como cualquier otro. Llego al edificio donde trabajo –soy secretaria ejecutiva de una importante compañía de seguros- con unos minutos de adelanto. Somos varios esperando el ascensor y casi todos miramos el indicador para ver por cuál piso anda. Cuando llega, ingresamos ocho, cuatro hombres, una parejita joven tomada de la mano, una mujer mayor y yo. 
Nos acomodamos en el cajón metálico, sin hablar. En el piso 14 sube una señora muy bien vestida, saluda a todos en general y sólo recibe algunas respuestas por lo bajo, como si fuera una vergüenza contestar. 
En el piso 18 la boca tragagente recibe a una chica bastante rellenita y el panel luminoso que registra los pisos dice “Sobrecarga”. La muchacha se tiene que bajar, pobre, no quisiera estar en su lugar para recibir esta humillación. 
Seguimos viaje cuatro pisos más cuando el ascensor se para en seco –supongo entre dos pisos- y quedamos a oscuras. Calculo que responde a un corte total de energía –hecho que está ocurriendo a menudo en la ciudad- y todos emitimos un suspiro, mientras rogamos a que dure poco.
Pasan los minutos y nadie habla, sólo se escucha la respiración agitada de la señora mayor –tal vez fumadora empedernida- que cuando pasan algo más de 15 minutos empieza a protestar y lamentarse. 
Los cuerpos comienzan a moverse nerviosos, dos de los hombres iluminan algo con sus celulares, pero al cabo de 1 hora –sí, ya pasó 1 hora- se quedan sin batería. En el interín comienza el cruce de palabras, frases como “qué desastre, llego tarde al trabajo” o “¿nadie sabe que estamos encerrados?” o “¿cómo saldremos de acá?”.
El ambiente se torna tenso. Se oyen expresiones entrecruzadas, protestas contra nadie y contra todos y en medio de la oscuridad siento que alguien me toca el trasero. Doy un salto y pregunto con voz airada quién fue. Se escuchan unas risitas pero nadie se hace cargo. Debo admitir que en otras circunstancias me hubiera sentido halagada, pero ahora mi enojo me supera. 
A medida que pasa el tiempo la conversación se hace general. Surgen  las preguntas sobre nombre, actividad, lugar de trabajo, motivo de la visita al edificio… es decir, se arma una sociabilidad que hace más llevadero el encierro.
Presto atención cuando uno de los hombres le cuenta a otro que viene a visitar a su abogado, quien le está tramitando el divorcio y, en un arranque de amargura y debilidad, le cuenta que su mujer lo traicionó con su mejor amigo –que historia trillada, pienso-, mientras la señora elegante dice “ojalá no se me corra el maquillaje, tengo una entrevista de trabajo y no quisiera que se me noten los años” –qué confesión dura ante desconocidos, acoto para mis adentros-. 
La jovencita se abraza a su pareja –percibo el gesto- y llora. Seguro tiene miedo, como creo que lo estamos teniendo todos.
Otro de los hombres comienza a interrogarme. “¿Soltera, con o sin novio, vivís sola, qué es de tu vida?” por  su curiosidad deduzco que fue el que me tocó y no quiero darle muchos datos, pero el tiempo pasa y termino hablando de mí, de mi familia, del novio que me traicionó, del otro que me dejó y, así hablando, casi casi formamos una pareja. 
La vieja –porque a esta altura ya no es la señora mayor sino la vieja- tiene un acceso de tos, no sé si por el cigarrillo o por los nervios, y a mí ya me duelen los pies de tanto estar parada.
El joven saca unos caramelos y se los da a la pobre señora, que en la oscuridad nos toquetea hasta agarrar el paquete. “Disculpen, no tengo los anteojos” aclara, como si fuera necesario.
Menos mal que ninguno sufre de claustrofobia, pienso, cuando repentinamente uno de los hombres empieza a golpearse el pecho y tirarse de los pelos, desesperado.  “Quiero salir, quiero salir”, grita, sin escuchar las palabras de calma de sus vecinos, que lo palmean para tranquilizarlo.
-Qué suerte la gordita, de lo que se salvó- me acuerdo y ahora sí quisiera estar en su lugar.   
Ya pasaron cuatro horas –los ascensores deberían tener baño- y nada, ningún ruido, ningún movimiento. Casi no hay aire, traspiramos y ya no quedan palabras ni historias por contar. 
Cuando hasta yo misma estoy por entrar en pánico se prende la luz y el artefacto comienza a funcionar. Lanzamos grititos de alegría, la señora bien vestida se mira en el espejo lateral del ascensor, el claustrofóbico se arregla la corbata y limpia el sudor de su cara, la pareja se abraza, y todos suspiramos aliviados. La señora mayor da gracias a Dios y  nos besa.
Cada uno baja en su lugar de destino, ahora sí saludan a los que quedan. En la desesperación llegamos a formar una cuasi familia, pero a partir de este momento volvemos a ser ilustres desconocidos. 
Y lo más lamentable de todo es que no sé si me perdí al hombre de mi vida.

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