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Fernando Sorrentino
La albufera de cubelli
Fernando Sorrentino
Hacia el
sudeste de la llanura de Buenos Aires se encuentra la albufera de Cubelli, a la
que familiarmente se conoce con el nombre de «laguna del Yacaré Bailarín». Este
nombre popular es expresivo y gráfico, pero —tal como lo estableció el doctor
Ludwig Boitus— no responde a la realidad.
En primer
lugar, «albufera» y «laguna» son accidentes hidrográficos distintos. En
segundo, si bien el yacaré -Caiman yacare (Daudin), de la familia
Alligatoridae- es propio de América, ocurre que esta albufera no constituye el
hábitat de ninguna especie de yacaré.
Sus aguas
son salobres en extremo, y su fauna y su flora son las habituales de los seres
que se desarrollan en el mar. Por este motivo, no puede considerarse anómalo el
hecho de que en esta albufera se encuentre una población de aproximadamente
ciento treinta cocodrilos marinos.
El
«cocodrilo marino», o sea el Crocodilus porosus (Schneider), es el más grande
de todos los reptiles vivientes. Suele alcanzar una longitud de unos siete
metros y pesar más de una tonelada. El doctor Boitus afirma haber visto, en las
costas de Malasia, varios ejemplares que superaban los nueve metros, y, en
efecto, ha tomado y aportado fotografías que pretenden probar la existencia de
individuos de tal magnitud. Pero, al haber sido fotografiados en aguas marinas,
y sin puntos externos de referencia relativa, no es posible determinar con
precisión si estos cocodrilos tenían, en verdad, el tamaño que les atribuye el
doctor Boitus. Sería absurdo, claro está, dudar de la palabra de un
investigador tan serio y de tan brillante trayectoria (aunque de lenguaje algo
barroco), pero el rigor científico exige validar los datos según métodos
inflexibles que, en este caso puntual, no se han puesto en práctica.
Ahora
bien, sucede que los cocodrilos de la albufera de Cubelli poseen exactamente
todas las características taxonómicas de los que viven en las aguas cercanas a
la India, a la China y a Malasia, por lo cual, con toda legitimidad, les cabría
ese taxativo nombre de cocodrilos marinos o Crocodili porosi. Sin embargo,
existen algunas diferencias, que el doctor Boitus ha dividido en
características morfológicas y características etológicas.
Entre las
primeras, la más importante (o, mejor dicho, la única) es el tamaño. Así como
el cocodrilo marino de Asia alcanza los siete metros de longitud, el que
tenemos en la albufera de Cubelli apenas llega, en el mejor de los casos, a dos
metros, medida que se verifica desde el comienzo del hocico hasta la punta de
la cola.
Con
respecto a su etología, este cocodrilo es «aficionado a los movimientos
musicalmente concertados», según Boitus (o, de modo más simple, «bailarín»,
como lo llaman las gentes del pueblo de Cubelli). Es harto sabido que los
cocodrilos, estando en tierra, son tan inofensivos como una bandada de palomas.
Sólo pueden cazar y matar si se hallan en el agua, que es su elemento vital.
Para ello, atrapan las presas entre sus mandíbulas dentadas e, imprimiéndose a
sí mismos un veloz movimiento de rotación, la hacen girar hasta matarla; sus
dientes no tienen función masticatoria sino que están diseñados exclusivamente
para aprisionar y tragar, entera, a la víctima.
Si nos
trasladamos hasta las orillas de la albufera de Cubelli y ponemos a funcionar
un reproductor de música, habiendo elegido previamente una pieza adecuada para
el baile, en seguida veremos que —no digamos todos— casi todos los cocodrilos
surgen del agua y, una vez en tierra, empiezan a bailar al compás de la melodía
en cuestión.
Por tales
razones anatómicas y conductuales, este saurio ha recibido el nombre de Crocodilus
pusillus saltator (Boitus).
Sus
gustos resultan ser amplios y eclécticos, y no parecen distinguir entre músicas
estéticamente valiosas y otras de méritos escasos. Reciben con igual alegría y
buena predisposición tanto composiciones sinfónicas para ballet como ritmos
vulgares.
Los
cocodrilos bailan en posición erecta, apoyándose sólo sobre sus patas traseras,
de manera que, verticalmente, alcanzan una estatura media de un metro y setenta
centímetros. Para no arrastrar la cola por el piso, la elevan en ángulo agudo,
poniéndola casi paralela al lomo. Al mismo tiempo, las extremidades delanteras
(que bien podríamos llamar manos) siguen el compás con diversos ademanes muy
simpáticos, mientras los dientes amarillentos dibujan una enorme sonrisa de
optimismo y satisfacción.
A algunas
personas del pueblo no las atrae en absoluto la idea de bailar con cocodrilos,
pero otras muchas no comparten este rechazo y lo cierto es que, todos los
sábados al anochecer, se visten de gala y concurren a las orillas de la
albufera. El club social y deportivo de Cubelli ha instalado allí todo lo
necesario para que las reuniones resulten inolvidables. Asimismo, las personas
pueden cenar en el restaurante que se levanta a pocos metros de la pista de
baile.
Los
brazos del cocodrilo poseen poca extensión y no llegan a tocar el cuerpo de su
compañero. El caballero o la dama que baile, según el caso, con el cocodrilo
hembra o con el cocodrilo macho que los haya elegido, apoya cada una de sus
manos en uno de los hombros de su pareja. Para realizar esta operación,
conviene estirar al máximo los brazos y mantener cierta distancia; como el
hocico del cocodrilo es muy pronunciado, la persona deberá tener la precaución
de echarse, lo más posible, hacia atrás: si bien en pocas ocasiones se han
registrado episodios desagradables (como ablación de nariz, estallido de globos
oculares o decapitación), no debe olvidarse que, como en su dentadura se
encuentran restos de cadáveres, el aliento de este reptil dista de ser
atractivo.
Entre los
cubellianos corre la leyenda de que, en la isleta que ocupa el centro de la
albufera, residen el rey y la reina de los cocodrilos, quienes, según parece,
no la han abandonado nunca. Se dice que ambos ejemplares han superado los dos
siglos de vida y, tal vez por causa de la avanzada edad, tal vez por mero
capricho, jamás han querido participar en los bailes que organiza el club social
y deportivo.
Las
reuniones no duran mucho más allá de la medianoche, pues a esa hora los
cocodrilos empiezan a cansarse, y quizás a aburrirse; por otra parte, sienten
hambre y, como les está vedado el acceso al restaurante, desean volver a las
aguas en busca de comida.
Cuando
llega el momento en que ningún cocodrilo ha quedado en tierra firme, las damas
y los caballeros regresan al pueblo bastante fatigados y un poco tristes, pero
con la esperanza de que, quizás en el próximo baile, o tal vez en alguno menos
cercano en el tiempo, el rey, o la reina, de los cocodrilos, o acaso ambos
simultáneamente, abandonen por unas horas la isleta central y participen de la
fiesta: de cumplirse con esta expectativa, cada caballero, aunque se cuide de
manifestarlo, abriga la ilusión de que la reina de los cocodrilos lo elija como
compañero de baile; lo mismo ocurre con todas las damas, que aspiran a formar
pareja con el rey. ■
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