La isla
Marta Becker
El
barco encalló sobre las rocas con tal estruendo que huyeron todos los peces.
Cuando bajó la marea sólo quedaron a la vista un montón de maderas y un pedazo
de vela rota.
Fui
el único sobreviviente. Por milagro conseguí llegar hasta la playa de la isla
que apareció de golpe ante mi vista, una tierra que no alcanzamos a ver desde
cubierta antes de que se produjera el accidente. O tal vez no existiera antes.
Amanezco
tendido sobre una arena blanca, suave, que tamizo entre mis dedos con asombro.
Siento sobre la piel el escozor que produce un sol ígneo, demasiado caliente e
impiadoso.
Recuperando
de a poco mis fuerzas me levanto y decido explorar el lugar. La playita tiene
más o menos un kilómetro de largo y está bordeada por una cadena de palmeras y
detrás de ellas se cierra una densa vegetación.
Me
adentro en la espesura y me abro camino como puedo con las manos, que sufren de
a poco inevitables lastimaduras. Siento hambre. Alcanzo algunas frutas que
desconozco pero igual las como. Tienen un sabor amargo y un zumo dulzón y
pegajoso, pero calman mi sed y mi apetito.
En
el aire bailan los ruidos de la selva. Cantos de pájaros, aullidos de animales
que no puedo identificar, una vertiente de agua a lo lejos, gritos indefinidos,
todo mezclado.
Siento
miedo.
Las
piernas me tiemblan a medida que avanzo entre árboles cada vez más altos que
impiden la entrada de luz natural.
De
repente aparece ante mis ojos una planicie muy iluminada por miles de focos que
concentran su haz lumínico sobre unos cien fosos cavados en la tierra fresca.
Antes de que se borre mi sorpresa emergen de cada uno de ellos esqueletos
humanos que se unen en ronda y comienzan a bailar. Resulta un espectáculo
fantasmagórico y al mismo tiempo bello, armónico y escalofriante.
Esto
es un delirio, me digo y me tapo los ojos con las manos sangrantes. Cuando
vuelvo a mirar, todos los huesos giran a mi alrededor. Soy un prisionero. Giro
y giro entre carcajadas y siento que me rozan y las caricias son ásperas,
heladas.
Me
impulso y con grandes saltos salgo del círculo. Caigo sobre un jardín lleno de
flores multicolores al tiempo que se levantan asustadas miles de mariposas.
Dónde
estoy, me pregunto mientras sigo camino hasta enfrentarme con un rio de aguas
cristalinas en donde saltan peces de diferentes tamaños. Sobre el acantilado
que bordea el río están sentadas varias sirenas de cola plateada, que
centellean en cada movimiento por efecto de la luz del sol. Como en los
cuentos, su canto me atrapa, me siento hipnotizado y floto a la deriva en el aire.
Soy un ángel sumergido entre los pechos de estas poderosas bellezas mitad mujer
mitad pez, que me seducen con su melodía.
Paso
el curso de agua y compruebo que la isla es pequeña cuando me encuentro frente
a otra playita bordeada por cientos de pelícanos, que huyen con movimientos
graciosos cuando sacudo los brazos.
Todo
es armonía, belleza, color, creo que el paraíso es esta isla perdida en la nada
del tiempo.
¡¡¡Arriba,
arriba!!!
Un
brazo me sacude –se hace tarde- insiste. Debo levantarme, pero me es imposible.
El canto de las sirenas me llama, los huesos de los esqueletos bailarines me
abrazan y me sujetan a la cama mientras los pájaros tejen un nido gigante para
que duerma.
Decido
quedarme en la isla.
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